Una urna para elecciones. | Alexander Fox | PlaNet Fox from Pixabay

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La Momia, película estadounidense de terror de 1932, fue dirigida por Karl Freund y protagonizada por Boris Karloff, dando lugar al nacimiento de un personaje de ficción que fue rescatado del olvido en 1999 con la versión interpretada por Brendan Fraser y Rachel Wisz, a la que siguieron dos secuelas y cuatro precuelas, bajo el título del Rey Escorpión, e incluso una nueva versión en 2017 protagonizada por Tom Cruise y Russell Crowe. El argumento de todas ellas, a grandes rasgos, tiene como protagonista a Imhotep, sumo sacerdote del antiguo Egipto que fue momificado vivo como castigo por sus fechorías y que es devuelto a la vida trayendo consigo terribles y destructivas plagas.

Y es que a principios de año se dio el pistoletazo de salida a los actos con los que el gobierno quiere conmemorar el cincuenta aniversario de la muerte de Franco bajo el lema «España en Libertad», celebrando así la gran transformación social y económica experimentada por nuestro país, que pasó de un régimen dictatorial a ser un Estado social y democrático de derecho, pretendiendo transmitir a los jóvenes el valor de la democracia en un momento en que da signos de retroceso en buena parte del mundo. De hecho, el primer Real Decreto del año se destinó a crear una aparatosa estructura administrativa para dar soporte a los más de cien actos conmemorativos previstos, escape room itinerante incluido, creándose un comisionado con rango de subsecretaría gestionado por el Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática. Sin embargo, hay quienes consideran, por el contrario, que no hay nada que celebrar este año y que estos actos no hacen más que reabrir viejas heridas y fomentar la división y confrontación en vez de buscar la concordia y el olvido, desviando de paso la atención de los escándalos de corrupción que sacuden al gobierno en los últimos tiempos.

El tema, que requeriría de un análisis más sosegado y riguroso que el que permite este foro, supone enfrentar, por el momento, dos posturas irreconciliables, pero igualmente válidas y respetables, ambas con sus luces y sus sombras, que serán consideradas como acertadas o erróneas según el prisma de quien las valore. Porque si bien es cierto que la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975 supuso, por razón de una evidente vacante forzosa, el inicio de la transición hacia la democracia, no menos cierto es que el posterior periodo que le siguió no dejó de ser particularmente convulso y violento. Puestos a celebrar tendría más sentido conmemorar la proclamación de Juan Carlos I como Rey de España tras el fallecimiento de Franco, el referéndum de 1976 impulsado por Adolfo Suárez en el que se aprobó la Ley para la Reforma Política, última de las Leyes Fundamentales del Reino, o las primeras elecciones democráticas desde la Segunda República, celebradas en 1977, una vez legalizado el Partido Comunista. También la única Ley de Amnistía legítima y con sentido, aprobada el 15 de octubre de ese mismo año, o la sanción, promulgación y entrada en vigor un año más tarde de la Constitución de 1978, tan manoseada en los últimos tiempos, que culminaba el camino de la transición a la democracia. Incluso, si me apuran, el momento en que el Estado y la sociedad consolidaron una democracia inestable venciendo a los golpistas tal día como hoy hace ya 44 años, iniciándose tras aquel bochornoso espectáculo un largo periodo de paz y prosperidad democrático que, con sus más y sus menos, alcanza hasta nuestros días de forma ininterrumpida.

También resulta curioso que aún no sepamos cuánto nos va a costar la fiesta, dato relevante a tener en cuenta cuando, al parecer, las arcas públicas no están para muchos trotes o, al menos, no para todos. Que el plus de insularidad siga sin actualizarse o el nuevo edificio judicial sin terminarse, que falten camas en urgencias de Can Misses o personal en los filtros de seguridad del aeropuerto, son pequeños ejemplos de que solo hay fondos para lo que se quiere o interesa. Vaya, como quien no llega a final de mes, pero desayuna cada mañana en el bar. Porque a la ciudadanía de a pie es probable que le inquieten en mayor medida otras cuestiones más reales y tangibles, como el problemón del acceso a una vivienda digna, que aquellas que acontecieron cuando ni tan siquiera habían nacido o eran imberbes, lo que alcanza hasta los que por ahora rondan aproximadamente las sesenta primaveras.

Que el franquismo fue una etapa totalitaria en nuestro país, privada de libertades, creo que ya muy pocos lo cuestionan. Que haga falta celebrar el cincuenta aniversario de la muerte de Franco para recordar a los jóvenes los peligros de una dictadura es algo mucho más cuestionable. Porque si lo que se pretende es dar ejemplo a las nuevas generaciones qué mejor que empezar por condenar y perseguir de forma contundente los regímenes dictatoriales de países como Venezuela o Cuba, o por aprobar por unanimidad, como ya ocurriera el 20 de noviembre de 2022, una resolución de condena de la dictadura franquista y de reconocimiento moral a las víctimas. De poco servirán las exposiciones, concursos o talleres antifranquistas organizados por todo el territorio mientras Maduro se consolida en el poder de Venezuela con total permisibilidad e impunidad, o mientras la confrontación política en nuestro país sea de tal magnitud que haga impensable, insólito e inviable cualquier atisbo de consenso de todos los partidos políticos en beneficio del interés común.

Nací apenas ocho meses después de la muerte de Franco. Lo único que conocí de él durante mi infancia fue su perfil, que salía en las pesetas, y aquella famosa estrofa jocosa que ponía letra al himno nacional haciendo referencia a determinadas prácticas de lavado íntimo usando detergente Ariel. En mí juventud la cosa no pasó de cuatro remakes del NODO en blanco y negro por televisión, las peripecias que nos enseñó la serie Cuéntame de la 1 o lo que nos contaron nuestros padres y abuelos, incluido que el 20N era un día en que era peligroso frecuentar determinados lugares porque los más fanáticos llevaban a cabo una peligrosa celebración que ahora, sorprendentemente, se les ha usurpado. Si aquellos jóvenes que nacimos en democracia poco supimos de dictaduras y dictadores, habiendo disfrutado durante cincuenta largos años de los privilegios y beneficios de vivir en un estado democrático, imagínense lo que les importa el difunto y su régimen a los chavales de ahora. Porque no olviden que el problema de los jóvenes actuales no son los muertos, sino los vivos.

Piénselo bien, porque no deberíamos tentar a la suerte devolviendo a la vida a Imhotep y toda su furia. Les recuerdo que al poco de su exhumación el 24 de octubre de 2019 nos sobrevino, como si de una plaga de Egipto se tratara, una pandemia a nivel planetario que casi nos lleva por delante. Y ahora, apenas se ha iniciado el año del aniversario de su muerte, ya ha empezado a sonar de nuevo el runrún de la propagación de un mortífero virus chino. Por si las moscas, vayan haciendo acopio de papel higiénico. Avisados quedan.