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El gatopardo es el emblema de los Salina, una aristocrática familia que asiste al final del absolutismo borbónico del Reino de las Dos Sicilias por la reunificación de Italia tras el desembarco de las tropas de Garibaldi en Marsala, lo que finalmente no llegó a suponer una transformación real de las estructuras de poder existentes. Este es el argumento esencial de El Gatopardo, uno de los clásicos de la literatura italiana obra de Giuseppe Tomasi di Lampedusa de mediados de los años cincuenta del pasado siglo, publicada por Feltrinelli tras la muerte de su autor y adaptada posteriormente a la gran pantalla en 1963 bajo la dirección de Luchino Visconti, contando con actores de la talla de Claudia Cardinale, Burt Lancaster y Alain Delon. Pero si por algo ha pasado a la historia la novela es por el diálogo en el que el impetuoso Tancredi Falconeri le explica a su tío Fabrizio Corbera, príncipe de Salina y patriarca de una de las familias más poderosas de Sicilia, que hay que apoyar a los revolucionarios porque «si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie», frase que dio origen al gatopardismo, término asociado al oxímoron o paradoja de cambiarlo todo para que nada cambie, idea que ya fuera previamente plasmada por el novelista francés Alphonse Karr, en la cita publicada en enero de 1849 en la revista Les Guêpes, con su famoso «después todo será igual pese a que todo habrá cambiado».

Y es que el inicio de año trajo consigo la Ley Orgánica 1/2025, una norma que viene a cumplir la pretensión, arrastrada desde hace más de quince años, de modificar sustancialmente la estructura de la organización judicial en lo que se refiere a la planta y demarcación de los tribunales, sustituyendo los juzgados unipersonales por un único tribunal de instancia, asistido por una oficina judicial, dividido en secciones colegiadas integradas por el conjunto de jueces que ocupaban aquéllos. Se trata de una transformación judicial revolucionaria, agresiva y llamativa, pero que tan solo alcanza a arañar levemente la capa superficial del problema de origen acabando incluso, con total seguridad, agravándolo. Porque si realmente se quiere atajar el problema de la justicia, acuciado en los últimos tiempos debido a un incremento inusitado de la litigiosidad, resultaría más adecuado solucionar las insuficiencias estructurales de que adolece de forma crónica, con un déficit de recursos materiales y personales endémico, que no se ha querido o sabido atajar por nadie y que nos ha arrastrado a una situación crítica, con un preocupante aumento de los plazos de resolución de los procedimientos en algunos casos y de absoluto colapso en otros, con los evidentes perjuicios que de ello se deriva para los ciudadanos.

La elevada carga de trabajo no se soluciona con un cambio de configuración a modo de mera chapa y pintura, sino con una apuesta decidida por la creación de más órganos judiciales y de más jueces capaces de asumir las crecientes necesidades de la ciudadanía de forma exponencial al aumento de la tasa de litigiosidad. Porque en nuestro país hay 11’24 jueces por cada 100.000 habitantes, mientras que la media de Europa es de 17’60 jueces por la misma población, ratio que tan solo irá a peor como consecuencia de las jubilaciones que se vienen produciendo desde 2022 y que, hasta 2031, afectarán a prácticamente un tercio de los jueces españoles actuales. Pero para acomodar el número de jueces a las necesidades de la población y paliar así el palmario déficit de efectivos, lejos de convocar más oposiciones y crear nuevos juzgados, al legislador no se le ha ocurrido otra cosa más que organizar los mismos escasos recursos de otra manera y, a su vez, ojo al dato, por dar acceso a la carrera judicial a los jueces y magistrados sustitutos a través de un proceso de estabilización al margen de los sistemas de acceso con las debidas garantías de igualdad, mérito y capacidad que, en correlación con lo dispuesto por los artículos 23.2 y 103.2 de la Constitución, han de inspirar el acceso a las funciones y cargos públicos. Ya dijo Felipe VI en el acto de entrega de despachos a los jueces de la 73ª promoción, citando las palabras de Francisco Tomás y Valiente, que «las instituciones ganan o pierden prestigio por lo que hacen, pero también por lo que con ellas se hace». Como muestra un botón.

Por si fuera poco, el inicio de año también nos trajo el Real Decreto-Ley 1/2025, aquel por el que se aprueban medidas urgentes en materia económica, de transporte, de Seguridad Social y para hacer frente a situaciones de vulnerabilidad, norma coloquialmente conocida como decreto ómnibus en la que, tras distintas intrigas palaciegas para su aprobación, se recoge una nueva prórroga, esta vez hasta el 31 de diciembre de 2025, de las medidas previstas en el Real Decreto-Ley 11/2020, de 31 de marzo, por el que se adoptaban medidas urgentes complementarias en el ámbito social y económico para hacer frente al COVID19 en materia de desahucios, lo que permitirá la suspensión, cuanto menos hasta entonces, de los procedimientos en que el arrendatario se encuentre en situación de vulnerabilidad económica que le imposibilite encontrar una alternativa habitacional. Más que nada es relevante recordarlo para que lo tengan en cuenta antes de afirmar alegremente que los propietarios no recuperan sus viviendas, protegiéndose a los arrendatarios morosos, a los inquiokupas o, directamente, a los okupas, por culpa de quien se limita a aplicar estrictamente la ley, que no así a redactarla y aprobarla sobre la base de determinados intereses.

Ya ven, nada nuevo bajo el sol, porque, como en El Gatopardo, las altas instancias parecen empeñadas, una vez más, en que todo cambie para que todo siga igual o peor, aplicando de forma metódica aquello de «cuanto peor mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo beneficio político». Pues nada, disfrutemos de este nuevo dejà vu, de otra reforma lampedusiana, la enésima muestra del complejo arte de birlibirloque, del teatro de lo absurdo y del nada por aquí nada por allá al que ya nos tienen acostumbrados. Porque a la crítica exacerbada de las resoluciones judiciales, al constante control político del Consejo General del Poder Judicial, al incesante incremento de la litigiosidad, a la cada vez mayor sobrecarga de trabajo, a la ausencia de creación de nuevas plazas y oposiciones, al control de los mecanismos de acceso a la carrera judicial, al proceso de estabilización de los jueces y magistrados sustitutos y a la lapidación de la acción popular, súmenle las constantes reformas legislativas que complican o alargan la resolución de los procedimientos y aquellas otras que afectan severamente a los cimientos de la justicia sin efecto real, mucho más cuando no vienen acompañadas de dotación presupuestaria alguna. Pues va a ser que sí iba en serio aquello de poner en el punto de mira al poder judicial para maniatarlo, hacerlo más dócil y manejable.

Pero parecen olvidar que, muy a su pesar, todavía quedan jueces en los que, como dijo Fabrizio Corbera del pueblo siciliano, «su orgullo es más fuerte que su miseria».