J.D. Vance en la Conferencia de seguridad de Múnich. | Europa Press - Michaela Stache

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«¿Que me llaman carroza? Bueno, yo les llamo gilipollas, y en paz». Camilo José Cela sabía responder y reírse de sí mismo. Nada que ver con la histérica banda de burrócratas de Bruselas, formada mayormente por los detritus de los partidos políticos, dorados exiliados en la capital extintora de la imaginación (Voltaire dixit) para que no den la tabarra en casa. Tal vez Jean Claude Juncker, aficionado a la botella mientras sus sucesores son abstemios declarados, hubiera sabido responder con guasa a la reprimenda del vicepresidente Vance. También Agustín de Foxá ponía en su sitio a los que se pasaban de la raya, «out of line», como dicen los anglosajones. Cuando un nuevo rico yanqui le espetó groseramente lo mucho que a los españoles les gustaban los dólares, Foxá respondió: «También nos gusta el jamón, pero no por ello tenemos a los cerdos en casa».

Pero estos tibios dirigentes de Bruselas, los mismos que nombran a Teresa Ribera comisaria días después de su atroz gestión en la catástrofe de Valencia, los que dedican millones a tareas absurdas como atar tapones de botellas de plástico, caraduras que fichan con su maleta para cobrar dietas y largarse al minuto, pues chillan como ocas heridas en su vanidad y se rasgan las vestiduras cuando el poderoso aliado americano les canta las cuarenta en su propia casa. El humor-valor es fundamental, pero los estadistas de Europa ya no son Metternich ni Talleyrand (intercambiaban mensajes por medio de sus amantes en el Congreso de Viena), tampoco Churchill ni Areilza («el gallego se va, la mierda se queda», respondió en la Argentina de Perón). Los actuales son una masa amorfa, sin la chispa cachonda, valerosa y prometeica del individualismo de Europa. Borregos woke.