El expresidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) Luis Rubiales a la salida de la Audiencia Nacional, a 11 de febrero de 2025. | Europa Press - A. Pérez Meca

Estos días hemos asistido a la retransmisión casi litúrgica del juicio a Luis Rubiales, el infame besador, el villano del momento. ¿Y qué hizo este hombre para merecer semejante espectáculo mediático? Pues, en plena euforia por una victoria histórica, cometió el pecado capital de expresar su entusiasmo con un gesto que, hasta hace cinco minutos, la sociedad no habría considerado más que una torpeza, un exceso de emoción del que la propia protagonista se cachondeó antes de que las hordas feministas le carcomieran la cabeza convirtiendo el desatinado gesto en un campo de batalla ideológico.

Esta nueva izquierda necesita su circo, fabricar víctimas y verdugos, crear una narrativa en la que cada acto espontáneo sea un atentado contra el feminismo, el progreso y los derechos humanos. Me atrevo a augurar que ni siquiera la sentencia del magistrado será relevante, sino que prevalecerá la que ya ha dictado el feminismo dogmático.

Así funciona el nuevo tribunal de la moral pública. No importa el contexto, no importa la intención, no importa si el castigo es desproporcionado. Todo es una cruzada. España, ese país con una tasa de paro juvenil estratosférica, con una sanidad colapsada y con un mercado de la vivienda carcomido por la morosidad y la okupación, prefiere desgañitarse en debates absurdos sobre si un beso mal dado es un delito de Estado.

Cuando el juez absuelva a Luis Rubiales del delito de agresión sexual y simplemente lo condene por un mero delito de coacciones, saldrá la turba a bramar contra la «justicia patriarcal». Para entender mejor el fondo del asunto, me quedo con el alegato de la magnífica compañera Olga Tubau «No podemos confundir el pecado y el delito, es decir, lo moral y socialmente reprochable con lo penalmente condenable».