'El 47'. | FilmAffinity

No sé si habrán visto ustedes la película El 47, que, junto con La infiltrada, ha sido la gran triunfadora de los Goya este año. Si no lo han hecho, les recomiendo vivamente que lo hagan. Sobre todo porque podrán constatar que desde principios de los 80 hasta hoy, y aunque pueda parecernos lo contrario, las cosas no han cambiado tanto.

Para quienes no sepan de qué va, la película recoge la historia real de    Manuel Vital, un emigrante extremeño en Cataluña, que logró obligar al Ayuntamiento de Barcelona a llevar hasta el barrio de Torre Baró la línea 47 del autobús metropolitano, después de haber organizado otras movilizaciones para conseguir servicios básicos para esta zona. No les desvelaré más pero sí les contaré cómo Vital tuvo que enfrentarse a la impotencia que generaba entonces, y que genera hoy, la actitud del político medio, que mira por encima del hombro a aquel al que dice servir a cambio de una más que sustanciosa y casi siempre injustificada remuneración, sea esta en dinero o en especies.

La película nos traslada a una España en la que todo estaba por hacer y en la que los movimientos vecinales fueron clave para conseguir cosas tan elementales como el alumbrado, el alcantarillado o las aceras. Reivindicaciones que solían chocar con la soberbia del cargo público, que se creía, entonces y ahora, llamado a grandes y abstractos logros más que a la gestión de lo de todos.

Si algo genera desazón en El 47 es precisamente eso, la constatación de cómo esa clase política de entonces es muy similar a la que hoy sufrimos. Una clase política que se da golpes de pecho ante, por ejemplo, la falta de vivienda y el chabolismo, y que solo ofrece palmaditas en la espalda cuando se le pide ayuda. La misma clase política que trata al que exige como un apestado y que cree que el ciudadano está a su servicio porque ese mismo ciudadano sigue sin entender que él es el auténtico jefe.