El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. | Europa Press - Melina Mara

Donald Trump ya es, nuevamente, presidente de los Estados Unidos de América. En esta ocasión porque Dios ha querido, por lo que pudimos ver ayer durante su discurso tras tomar posesión del cargo que Dios le ha encomendado. Paradójicamente, lo pronunció en el capitolio que él mismo animó a tomar por la fuerza tras perder las elecciones hace cuatro años, el 6 de enero de 2021. Estoy convencido de que, después de aquello, dentro de cuatro años, Trump se marcará un Putin y no se irá del poder, tal cual intentó hacer cuando Joe Biden le ganó en las urnas. En aquella ocasión su golpe de estado fracasó únicamente por un motivo llamado Mike Pence, su vicepresidente quien, como presidente de la Cámara de Representantes, se negó a paralizar la sesión conjunta del Congreso y del Senado, impidiendo así la certificación de la victoria electoral de Biden. La turba que asaltó el capitolio coreaba: «¡Colguemos a Pence!». Él mismo declaró años más tarde: «El pueblo estadounidense merece saber que ese fatídico día, el presidente Trump también me exigió que eligiera entre él y nuestra Constitución. (…) Cualquiera que se ponga por encima de la Constitución nunca debería ser presidente de los Estados Unidos, y cualquiera que pida a otro que le ponga por encima de la Constitución nunca debería volver a ser presidente». Lamentablemente, la mayoría de sus compatriotas no piensan como él y ahí tenemos al golpista Trump, ungido presidente de una potencia nuclear que aboga por el aislamiento, el expansionismo (Canal de Panamá, Groenlandia e incluso Canadá), negar el cambio climático, seguir quemando combustibles fósiles y emitiendo gases contaminantes, al margen de sus políticas antitrans y contrarias al aborto. Dice Trump que acabará con la decadencia de EEUU, pero la impulsará de forma decidida. Para eso le han elegido con un mandato que no sólo es democrático, sino también divino.