La musa de Botero, Cristina Rubalcava, me llama triste de madrugada desde un gélido París para decirme que ha muerto Joel Roger. Azuza la varita mágica de la nostalgia y se pone a recordar los naranjos y limoneros, sirenas como sardinas varadas, mujeres pantera y pechos de melocotón de la galería Es Molí, casa payesa y oasis lúdico de maestros pintores y personajes pintorescos, donde cada vernissage era una juerga surrealista, gozosa y estética, rezumante de encuentros inesperados y escarceos en su lujurioso jardín.
Naturalmente me sirvo una copa a la luz de la luna llena en Cáncer y brindo por tan buenos momentos. Joel y Vetik eran generosos anfitriones y supieron llevar durante treinta años, con alegría y picardía, una galería famosa en todo el planeta pictórico con una gran personalidad ibicenca.
Entre sus ‘niñas bonitas’ estaban mis grandes amigos Andrés Monreal y Antonio Villanueva. Las rivalidades entre artistas y galeristas eran por supuesto continuas, podían ponerse verdes pero se querían. Me cuenta Villanueva que Joel era capaz de vender fake Elmyr a un museo público y que adjudicaba un lienzo al tipo con posibles que decía haberle gustado un cuadro. Ciertamente hay que tener talento y encanto.
Y en Es Molí también reinaba su hija Guenolee, elegante, atrevida y felina, riéndose cual gata blanca de los vagabundos del dharma que hacíamos de su galería una bendita escala en el safari pitiuso. Porque en Es Molí, además de admirar estupendas exposiciones, te sentías siempre a gusto en su ambiente bohemio, divertidísimos cocktails que daban de beber al sediento de arte, belleza, soledad o vino; había conciertos y apariciones y una joie de vivre que te ponía en sintonía cósmica con una Ibiza tan chiflada como genial.
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