Sin saberlo, Truman se convirtió desde su nacimiento en el involuntario protagonista de un programa de televisión que retransmitía, de forma ininterrumpida y a nivel planetario, su vida en directo. A través de miles de cámaras ocultas en un gigantesco escenario construido para la ocasión, se captaba su comportamiento ante determinadas situaciones de la vida cotidiana, manipulando su conducta y poniéndolo constantemente a prueba. Los espectadores conocían todo sobre su protagonista mientras él, ajeno a la realidad, disfrutaba apaciblemente de su idílica vida. Todo cuanto le rodeaba formaba parte de un gran decorado y sus familiares, amigos y vecinos eran realmente meros actores a sueldo. Los designios de su vida irreal dependían de la voluntad del realizador del programa, una lograda representación del Gran Hermano, ahora tecnológico, que ya ideara en 1949 George Orwell en su distópica novela 1984, el mismo que practicaba la vigilancia masiva para la represión social en nombre del partido político gobernante bajo el lema «guerra es paz, libertad es esclavitud, ignorancia es fuerza».
Este es el guion de El show de Truman, película estadounidense que en 1998 dirigió Peter Weir y protagonizó Jim Carrey. Una vida ficticia controlada y dirigida que no difiere de la deriva que está experimentando en los últimos años el control social de nuestra convivencia a través de determinadas normas, medidas y herramientas que, sobre la excusa de procurar un mundo más seguro, ponen seriamente en peligro, sin darnos cuenta, nuestra privacidad y libertad. Solo hace falta fijarse en aquellas que prevé el Real Decreto 933/2021, de 26 de octubre, por el que se establecen las obligaciones de registro documental e información de las personas físicas o jurídicas que ejercen actividades de hospedaje y alquiler de vehículos a motor, norma que, impulsada unilateralmente por el Ministerio del Interior, obliga a proporcionar hasta cuarenta y dos datos a todos aquellos que pretendan hospedarse o alquilar un vehículo en nuestro país.
A nadie extraña a estas alturas estos mecanismos de control cuando la publicidad que se nos muestra al realizar cualquier búsqueda en internet guarda relación con el tema de la conversación que hemos mantenido cerca de nuestro teléfono móvil. Nos escuchan, ¿verdad? Tampoco sorprende ya a nadie que a través de nuestro smartphone, reloj o pulsera inteligente se pueda llegar a tener un conocimiento preciso sobre nuestros hábitos, horarios e itinerarios, misma información que puede extraerse de las búsquedas que realizamos en internet, de las webs a las que accedemos o de nuestra interacción en las redes sociales, donde likes, fotos, comentarios o seguidores crean un torrente infinito de información sobre cada usuario. Incluso puede obtenerse un importante conocimiento a través de nuestra televisión inteligente, que identifica nuestros horarios de descanso y gustos televisivos, o de nuestro coche, que registra mediante su GPS nuestros recorridos y hasta datos relevantes sobre su conducción. También a través de los sistemas domésticos de domótica, que encienden la calefacción con la antelación necesaria a nuestra llegada a casa o abren las persianas a la hora en que debemos despertarnos. Las alarmas anti robo, las neveras inteligentes, las cámaras de vigilancia para bebés y otros aparatos y servicios tan inofensivos como pudieran parecer Siri o Alexa, e incluso la Roomba, que mientras limpia en silencio nuestra casa crea y memoriza un mapa virtual de la misma, constituyen caballos de Troya que sirven para la obtención sibilina de una ingente cantidad de datos de todos nosotros.
Pero esto no son más que simples minucias comparadas con otras medidas de mayor calado, como la tarjeta sanitaria digital, que permitirá recopilar todos los datos sobre nuestro estado de salud con el peligro que ello conlleva ¿Recuerdan el Certificado Covid? Pues eso. No menos grave es la idea del pasaporte digital, que permitirá tener en todo momento controlados nuestros movimientos y hasta conocer nuestra huella de carbono bajo el pretexto de agilizar los controles fronterizos para conseguir una experiencia de viaje más fluida y segura. Pero para herramienta de férreo control la del reconocimiento facial, que permitirá identificarnos mediante cualquier grabación a través de los millones de cámaras de seguridad que nos rodean. Tampoco deben subestimar el uso de la cada vez más recurrente moneda digital acompañada de la persecución del dinero en efectivo para fomentar los pagos electrónicos o la limitación del importe de las transacciones en metálico, lo que permitirá tener controladas nuestras finanzas. Ni el café pagamos ya con dinero. A todo esto, añádanle la necesaria identificación digital mediante certificado electrónico para acceder a determinadas páginas web y… ¡Voilà!
La convergencia de estas herramientas digitales incrementa, gracias a nuestra involuntaria colaboración, la vigilancia social en claro detrimento de la libertad y la intimidad, como ya advirtió la serie de televisión británica Black Mirror, creada en 2011 por Charlie Brooker, al abordar los peligros que conllevaría el uso de las nuevas tecnologías. Porque éstas no solo propiciarán una enorme base de datos de información muy golosa para el marketing empresarial que le permitirá crear un perfil publicitario personalizado para manipular las conductas individuales de los consumidores, sino porque también facilitará a los estados poder identificar y controlar a todo aquel individuo que ocupe sus territorios, utilizando a su antojo el amplio conocimiento del que dispondrán sobre nuestros gustos, hábitos, movimientos y caudales. Se pretende, sin ambages, la configuración de un gobierno digital, una digitalización de las administraciones públicas e incluso una ejecución digital de la generalidad de acciones cotidianas de nuestro día a día, lo que sin duda facilitará sobremanera la labor de control que pretende ejercerse sobre los ingenuos y desvalidos ciudadanos.
Ahora los datos son la nueva moneda del poder, el anillo único que ideó Tolkien para controlar a los demás, una potente y deseada arma de cuya peligrosidad no somos ni tan siquiera conscientes y que está adquiriendo tintes dramáticos. Casi sin darnos cuenta estamos vendiendo el alma al diablo, porque estamos introduciendo en nuestras vidas, completamente ajenos a la verdadera realidad, a un silencioso y peligroso enemigo capaz de desnudar todas nuestras vergüenzas. Y lo más grave de todo es que nos la están metiendo hasta el tuétano usando como vaselina los múltiples beneficios que supondrán para nuestro bienestar los avances tecnológicos, pero, sobre todo, para que el omnipresente y omnisciente papá Estado vele por la seguridad y tranquilidad de todos sus súbditos. Menuda milonga cuando no se trata más que de consolidar el control de la población y mantener a raya cualquier atisbo de disidencia generando de paso una muy apetecible y enorme base de datos a saber con qué pretensiones o intereses. Vamos, ni más ni menos que la creación del Leviatán de Hobbes en versión digital mientras la población permanece acomodada en el mundo feliz de Huxley. Cualquier día nos implantan un chip, crean la policía del pensamiento y constituyen el ministerio de la verdad. Tiempo al tiempo.
Despierten, porque como dijo Benjamin Franklin «Aquellos que están dispuestos a entregar sus libertades fundamentales a cambio de un poco de seguridad temporal, no merecen libertad ni seguridad», y no olviden que nosotros seguimos siendo los únicos inteligentes en este mundo repleto de teléfonos y gobernantes que tan solo pretenden parecerlo.
Nos vigilan
12/01/25 4:00
1 comentario
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Lo que no entiendo es cómo es posible,a la vista de lo que cuenta usted, que no sé supiera quién era M.Rajoy o que con el nivel de información que tiene el Estado,no se adelante en las investigaciones de corrupción para evitar que se produzcan. Como por ejemplo la pareja de Ayuso, Koldo y todo el circo que conocemos.