Cuando los miembros del equipo de Rugby uruguayo del Old Christians Club partieron el 12 de octubre de 1972 desde el aeropuerto de Montevideo rumbo a Santiago de Chile para disputar un encuentro contra el Old Boys Club a bordo de una aeronave de la Fuerza Aérea Uruguaya, no podían imaginar lo que el destino les tenía preparado. Al día siguiente, y tras hacer escala en Argentina, el avión que los transportaba, con cinco tripulantes y cuarenta pasajeros, se estrelló en la cordillera de los Andes, deteniéndose parte del fuselaje sobre el glaciar Valle de las Lágrimas del Departamento de San Rafael, en la Provincia de Mendoza. Trece fallecieron por el impacto y otros cuatro más durante la primera noche como consecuencia de sus heridas y las gélidas temperaturas. En las semanas posteriores lo hicieron otros doce, de los que ocho lo fueron como consecuencia de un alud. Los supervivientes tuvieron que agudizar su ingenio y aunar sus esfuerzos para sobrevivir al conocer que su búsqueda había sido cancelada. Careciendo de instrumentos médicos, de ropa adecuada para las altas temperaturas y de alimentos suficientes, tuvieron incluso que recurrir a comer la carne de los pasajeros caídos. Tan solo cuando el clima mejoró y dos de ellos consiguieron superar las cumbres que les rodeaban y descender a Chile, fueron rescatados el 22 de diciembre de 1972, mostrando al mundo entero el resultado de unir sus fuerzas frente a la adversidad para conseguir un objetivo común.
La historia de la tragedia fue recogida, entre otros, por el escritor Piers Paul Read en la novela Viven, de 1974, posteriormente llevada a la gran pantalla en 1993 de la mano del director Frank Marshall. También fue relatada de forma más personal y realista por Pablo Vierci en 2008, en su novela «La sociedad de la nieve», que dio lugar a la película homónima dirigida en 2023 por el español Juan Antonio Bayona, que supo captar y transmitir, a través de su cámara, como solo por medio de la resiliencia, empatía, esfuerzo, solidaridad y sacrificio humano se pueden superar las adversidades de una grave tragedia de la vida real. Desde entonces, los protagonistas del accidente forman parte de lo que ellos mismos autodenominan La sociedad de la nieve, agrupación que, en el caso de la tragedia de Valencia, más parecida a la historia narrada en 2012 por el propio Bayona en Lo imposible, podría sustituirse por La sociedad del fango.
Se creó de forma espontánea e inmediata la mañana siguiente a la de aquella aciaga tarde en que poblaciones como Utiel, Chiva y distintos pueblos y pedanías de l’Horta Sud del área metropolitana de Valencia resultaron devastados por una riada que arrasó con todo lo que se encontró a su paso, como si Godzilla, monstruo japonés protagonista de multitud de películas, se hubiera paseado por sus calles. No hizo falta convocar ningún consejo. No fueron necesarias reuniones, estudios o comisiones, ni mucho menos comidas de trabajo, partidas presupuestarias, cadenas de mando o reparto de competencias. El bautizado como puente de la solidaridad que une Valencia con La Torre, ese que para otros será siempre el de la vergüenza, se colapsó de ciudadanos anónimos llegados desde todos los puntos cardinales para ayudar a los afectados por una simple y mera cuestión de humanidad y solidaridad. Con sacrificio, portearon durante largas distancias pesadas cargas de agua y alimentos, utensilios para achicar agua o para limpiar el fango que cubría la vida y los corazones de los valencianos. Todos unieron sus fuerzas en la adversidad sin pedir nada a cambio, dando lugar así al nacimiento de esta particular sociedad.
Desde entonces, sus integrantes no han cesado en su empeño. Un ejército de voluntarios, única esperanza de muchos a la que aferrarse, sacrifica su tiempo y recursos por personas a las que ni tan siquiera conocen. No están obligados a ello. No forma parte de su actividad laboral. No reciben salario ni prebenda alguna. Su única gratificación es la del abrazo del vecino que ve restaurada su vivienda, el alivio del anciano que recupera su necesaria asistencia médica, la tranquilidad de unos padres que pueden alimentar a sus hijos o la sonrisa de los niños que pueden regresar al colegio y a sus rutinas junto a sus compañeros. Se forma por personas llegadas desde todos los lugares, de todas las edades y de todas las condiciones económicas y sociales. Conforman una especie de comunidad del anillo, como la que imaginó Tolkien para acompañar a Frodo en su compleja misión de portar el anillo único hasta Mordor para ser destruido por el fuego del Monte del Destino. Es un auténtico club de la lucha, como aquel de la película de 1999, inspirada en la novela de Chuck Palahniuk, en que sus personajes muestran su repulsa a la inacción de las instituciones combatiéndola a través de un sistema de valores inspirado exclusivamente en la más elemental ética social.
De sus integrantes destaca la fuerza demostrada por los jóvenes, cuestionados injustamente en muchas ocasiones, que han sabido esta vez enfrentarse firmemente a un reto a la altura de sus enormes posibilidades. Me viene a la cabeza, entre muchos otros, mi sobrina María, tan valiente, decidida y dispuesta como su madre, que junto a sus buenos, leales y ejemplares amigos no ha cesado en su empeño, hasta la extenuación, por convertirse en un rayo de luz en mitad de las tinieblas. También otros ya no tan jóvenes y lozanos, pero sí nobles de corazón, como mis amigos Jorge y Eduardo, que no dudaron, junto a otros empecinados miembros de esta inquieta sociedad, en dejar de lado sus cómodas vidas para echar un cable a quien lo necesitara. Lo mismo que Mario en su barrio de La Torre o David y Héctor manteniendo en pie lo poco que respetó el barranco del Poyo de la casa de su madre en Chiva. Como no, también son socios de honor aquellos amigos Ibicencos como Oscar y David, bomberos del aeropuerto, que no han dudado en acudir a esta emergencia para contribuir en labores especializadas, o Jeffrey y Blesa, que se unieron a ellos sin importarles adentrarse en lugares en que corría serio peligro su integridad física. Y no podemos olvidar a todos aquellos, como Pablo y Roxana, que se han ocupado desde aquí de labores logísticas reuniendo, adquiriendo y enviando los enseres necesarios para recuperar la esperanza de sus queridos paisanos valencianos. Y, con ellos, de tantas y tantas personas anónimas unidas en una sola voz que, sin saberlo, forman ya parte de esta enorme, exclusiva y eterna sociedad.
Quedan desterrados de ella para siempre los dirigentes cargados de reproches y tacticismos que han sustituido el interés general por uno exclusivamente personal y partidista. Sí, aquellos que han quitado fango, pero para arrojarlo sobre su rival político. Aquellos que han barrido, pero siempre para casa. Porque recuerden que, como dijo Russell Crowe en el papel del General Máximo Décimo Meridio en la película Gladiator dirigida por Ridley Scott, «lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad». Fuerza y honor para los miembros de la sociedad del fango.
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