Vivimos en un país en el que cada día crece más la preocupación por la vivienda, convirtiéndose en un auténtico problemón para los ciudadanos, que observan como las administraciones competentes se muestran impasibles ante el incremento exacerbado de su precio. En un país hastiado de asistir a la llegada incesante a sus costas de cientos de pateras sin que se adopte medida alguna en materia migratoria que ponga fin a este aberrante drama humano. En un país constantemente salpicado por casos de corrupción y escándalos que afectan a sus líderes políticos y representantes públicos, sin que nadie tenga la mínima decencia de dar un paso al lado. No hace falta recordar, entre muchos otros, a la primera dama, el hermanísimo, Ávalos, Errejón, aquel que tiene como protagonista al propio Rey Emérito, que parece ser que, como ya intuíamos, disfrutaba de unas noches bárbaras y, por si faltaba una papa para el kilo, la negligente gestión de la riada de Valencia. Pero estos problemas parecen ser minucias insignificantes al lado del gravísimo caso «Conguitos», un inofensivo snack a base de cacahuetes tostados bañados en chocolate que ha venido haciendo las delicias de todos desde 1.961. Y es que su venta ha sido suprimida, por racista, de la cafetería del Parlamento Catalán. Ya me imagino a Junqueras gritando por sus pasillos, a lo Mel Gibson en Braveheart, «Pueden quintarnos los Conguitos, pero nunca podrán quitarnos nuestra libertad».

De nada ha servido la labor llevada a cabo durante estos años por Chocolates Lacasa, empresa aragonesa que produce estas deliciosas bolitas desde 1987, para adaptar su imagen a los tiempos que corren. En origen, sus famosos envases naranjas mostraban lo que sería un pequeño niño congolés, negro, evidentemente, como el chocolate que recubre los cacahuetes, con una lanza tribal, sin pelo, sonriente y de gruesos labios. Poco a poco, este icónico muñeco se fue depurando, suprimiendo la lanza por un dedo pulgar hacia arriba y rebajando el grosor de sus labios hasta desaparecer finalmente de sus envoltorios, como también lo hizo en su día el negrito del África tropical de Cola-Cao. Muerto el perro, muerta la rabia, debieron pensar sus productores. Pues ni así, porque lo que parece molestar ahora ya no es la imagen del muñequito que todos tenemos en mente y que hemos visto convertido en Tina Turner o Stevie Wonder, sino que el problema radica en el propio nombre comercial, en tanto que su alusión al Congo y, en concreto, a un pequeño congoleño, es susceptible de contribuir a la discriminación y al racismo, una idea que bien podría estar suscrita por un ilustre iluminado como Vinicius Junior. Mátame camión.

¿De verdad alguien cree que cuando compras una bolsa de Conguito o te comes uno, te estás zampando a un niño de color? A diario nos tragamos lionesas, napolitanas, moscovitas o hamburguesas sin que los originarios de Lion, Nápoles, Moscú o Hamburgo sufran daño alguno, como tampoco los suizos o los abisinios cuando engullimos sus bollos o los naturales del archipiélago de las Sándwich cuando nos calzamos uno de jamón y queso ¿Quién puede considerar que la denominación Conguito, suprimida la imagen que tradicionalmente ha venido acompañando a este producto, puede ser racista, estigmatizando a la población negra? Porque si nos ponemos así, a ver que hacemos ahora con los morenitos o mulatitos, dulces típicos de navidad, que no son más que nevaditos, pero con una cobertura de chocolate. O con el brazo de gitano, el flan chino, los pinchos morunos, las patatas a lo pobre o el chorizo criollo, que pueden ofender a diversos colectivos de personas.

A ver quién tiene ahora el arrojo de pedirse un bocadillo de blanco y negro en vez de uno de morcilla y longaniza. Y si nos ponemos exquisitos con la comida, a ver que hacemos con el engañamaridos o huevos tontos, consistente en hacer pasar por croquetas de carne unas que realmente son de huevo. Con el follado, plato gallego de masa con tocino, con el matamaridos, también llamado guiso en blanco, típico de Andalucía, a base de merluza, verdura y patata cocida, o con el engañabobos, receta extremeña de natillas con merengue. Ojo, porque también la identidad religiosa puede verse gravemente afectada si no hacemos algo con los pedos y las tetillas de monja o con los huesos de santo, mientras que los animalistas deberían empezar a reivindicar que acabe de una vez por todas el maltrato animal de los renos de papa Noel y de los camellos de los Reyes Magos. También que se modifique el nombre de atascaburras, típico plato manchego a base de patatas, bacalao, ajo y huevo, o el de Japuta, nombre comúnmente atribuido al pescado palometa. Que se suprima la puercachona andaluza, consistente en un guiso de patatas, y hasta el mismísimo Despeñaperros, porque espérense a que la comunidad islámica se entere de que, además de usar el apellido Matamoros o de que el maíz se llame Blat de Moro en catalán, lo que se despeñaba desde allí no eran exactamente animales. Tampoco está el horno ahora mismo como para comerse unas buenas judías, so pena de vérselas con todo el estado israelí y, por si faltara algo, verán cuando aparezcan las asociaciones feministas con que es claramente ofensivo para la mujer lo de las aceitunas violadas sin expresar libremente su consentimiento, los bollos preñaos, el caldo de parida, el queso de tetilla o, como no, la calificación de chochos que se les atribuye en algunas zonas a los altramuces.

Todo empezó con lo del lenguaje inclusivo y no sexista. Ya saben, aquello de suprimir el género masculino para referirse a un grupo de personas que incluye tanto a hombres como a mujeres. Sí, lo de diputados y diputadas. A eso le siguió, acto seguido, lo de él, ella y, en especial, elle, para referirse a los no binarios. Hasta pensé que no podría haber medida más improductiva que la de cambiar los iconos masculinos de los semáforos, que solo indican si debes parar o pasar, por figuras femeninas con falda, con la estigmatización de la mujer que por sí mismo ello conlleva, evidentemente, junto a su elevado coste. Pero esto de calificar a los Conguitos de racistas ya es rizar el rizo, porque el problema no es el snack en sí, sino los cafres indocumentados que utilizan esa denominación para referirse, de forma despectiva e insultante, a la gente de color, y contra esos poco se puede hacer. Solo espero que a los casados no nos quiten la ilusión y nuestra arma letal retirando de la venta los famosos matasuegras, mucho más ahora que se aproxima Navidad. Más bien deberían tomarse medidas realmente contundentes, como prohibir de una vez por todas el brócoli, la quinoa, la chía o la Pizza Hawaiana. Lo siento, pero nunca le vi sentido a poner piña en una pizza. Sigamos por tanto disfrutando de los Conguitos mientras cantamos «somos los Conguitos y estamos requetebién, cubiertos de chocolate con cuerpo de cacahué, somos redonditos y siempre vamos a cien». Y si no, descuiden, que como dijo aquél figura en Callejeros, el programa de Cuatro, «pim, pam, toma Lacasitos».