Una moto en una carretera. | Dawid Cedler en Pixabay

Este lunes tuve un accidente de moto yendo a trabajar. Eran las 7:20 de la mañana, aún no había amanecido. La tormenta había arreciado con fuerza durante la noche. El asfalto de la autopista estaba mojado, pero ya no llovía. Ni siquiera había rastro de nubes, aunque la previsión meteorológica advertía de la posibilidad de nuevos chubascos localmente fuertes. De hecho, se mantuvo activa la alerta amarilla, lo que me hizo pensar, antes de salir de casa, si no convendría más ir al trabajo en coche o en autobús. Descarté el bus por la huelga para pedir la jubilación anticipada de los chóferes a los 60 años, algo que dudo que consigan. Además, a las 15:30 pensaba ir al tanatorio a despedir a la madre de un buen amigo que falleció la semana pasada. ¿Ir en coche o en moto? Ahí estaba el dilema. Pero con la moto no hay problemas para aparcar, de modo que las ventajas de ir en vehículo de dos ruedas eran muy superiores a los inconvenientes Tomada la decisión, monté en la moto y me puse en camino. Delante de mí, por el carril izquierdo de la autopista, viajaba un Wolkswagen Polo que, de repente, frenó bruscamente. La conductora, casualmente vecina mía, dijo que había visto un pollo en la calzada y que frenó para no atropellar al animal. Ya ven. No pude esquivarlo por el carril derecho porque había un camión. Frené de emergencia, pero no bastó y toqué levemente al turismo de mi vecina. Caí al suelo y paré cuando Dios quiso. Me levanté por mi propio pie. Avisé al trabajo que llegaría tarde, que estaba bien; pero al poco empezó a dolerme todo y los hematomas que han ido saliendo demuestran que necesitaré algunos días de reposo. Tuve suerte porque podía haber sido mucho peor. Pensé que podía haber muerto pocos días antes de Tots Sants. Pero aquí sigo, tirado en el sofá y casi sin poder moverme, dolorido y humillado. Pero peor está mi moto.