Imagen de archivo de una puesta de sol en Ibiza.

«Una isla es el centro del mundo y eso lo sabe cualquiera que haya nacido en ella, por tanto, no es raro que el resto del mundo acabe visitándola». El escritor José Carlos Llop (Palma, 1956) escribió esta frase en su novela ‘En la ciudad sumergida’ (RBA Libros, 2010). Las islas, por su propia naturaleza, son lugares limitados, rodeadas de agua, que ofrecen una visión del mundo completamente única. Quienes nacen y crecen en ellas, desarrollan una relación íntima con su entorno, una conexión que se convierte en parte integral de su identidad. Sucede en Madagascar, Cuba, Irlanda, Tenerife o Ibiza, es exactamente lo mismo. La perspectiva insular moldea la forma en que los isleños ven el mundo y también cómo el mundo los percibe a ellos. La condición insular nos impulsa a salir y movernos, buscando siempre algo más allá del horizonte. Esta constante búsqueda de lo desconocido no es solo una característica de los isleños, sino también una atracción para los forasteros. Las islas se convierten en destinos deseados, lugares de escape y aventura, donde los visitantes buscan experimentar esa misma magia que los nativos llevan en su ser. La idea descrita por Llop de que una isla es el centro del mundo para quienes la habitan, refleja una verdad profunda: en una isla, todo parece más cercano, más personal. El sentimiento de pertenencia a la comunidad está más agudizado, las tradiciones más arraigadas y la naturaleza más omnipresente. Sin embargo, también existe la realidad de sentir la insularidad como una limitación, un recordatorio constante de que hay un mundo vasto y diverso más allá de las costas, aunque hay quien ignora esta realidad. Las islas son microcosmos del mundo, lugares donde las complejidades de la vida se ven amplificadas y, al mismo tiempo, simplificadas, en una dualidad fascinante. Pero ahí afuera también hay mundo. Salgan a comprobarlo.