Santiago Abascal. | Lourdes Azaña

No han aprendido nada. Santiago Abascal, al igual que Albert Rivera, se ha sentido demasiado fuerte (cosas del ego) y ha decidido él solito situarse fuera del poder, en la irrelevante oposición. Con los gobiernos autonómicos y locales formados, al PP le basta con prorrogar sus presupuestos, e la nave andrà.

Este movimiento de autocensura le da argumentos a Feijóo para reivindicarse como la derecha moderada y europea de gobierno, frente a la extrema derecha que coqueta con Putin y que coletea a la mínima. Ni en sus mejores sueños en el PP hubieran soñado que los de Abascal le hicieran el trabajo sucio para alejarse de la extrema derecha. Este movimiento hace saltar por los aires todos los gobiernos en los que VOX pintaba algo y se muestran como un socio poco fiable, demasiado sujeto al dictamen de Madrid y demasiado irascible.

En Baleares perderán la presidencia del Parlament, cumpliendo con los sueños húmedos de Pilar Costa y Merces Garrido que despedirán a Gabriel Le Senne y darán la bienvenida al popular Maurici Rovira. Ello agravará la ya de por sí caótica y crítica situación de la ultraderecha en el archipiélago. Sin poder ni influencia institucional, VOX se acabará diluyendo como azúcar en un café de una mañana invernal. Ya hay antecedentes de ello: Podemos y Ciudadanos.

Esta reacción sobreactuada y precipitada les arrastra al barrizal de la oposición. Tendrán que compartir bancada y estrategia con la izquierda, mientras ven como el PP en solitario ejecuta las medidas de las que ellos hubieran gustado ser partícipes. Sin medallas que ponerse y tras una pataleta veraniega, nadie recordará para qué fueron elegidos los diputados y concejales de VOX. Abascal agrieta la brecha y se desploma en un futuro incierto del que sólo puede salir claudicando.