Melómanos del danzante planeta, ¡abandonad toda esperanza! La Unesco declara el techno de Berlín como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Cierto que la Unesco hace a veces desafina y, como la pseudocultura woke, hasta se autocensura. Basta decir que hace pocos años, ¡en París!, cubrieron unas desnudas esculturas con atroz ropa interior, a modo de escaparate de lencería albanesa, para no ofender la sensibilidad de un ayatolá que luego dijo que jamás había exigido tal cosa.
Pero con lo del techno han entrado en el bastión relativista que domina artes, sociedad y política en esta era líquida donde ¡Panta Rei! todo fluye; y muchos cantan ya como el temido jefe de los hachassini: Nada es verdad, todo está permitido. Si Pepe Gamba, león del Kalahari con sabrosos rugidos de rock&roll, confesaba a Toni Planells su sorpresa por la duración de la burbuja electrónica de los Djs, ahora todas las criaturas electrónicas, nanotecnólogos en potencia que sentirán la vida a través de chips, se agitan orgullosas de que se les reconozca culturalmente.
Tengo amigos civilizados que aman el techno, pero no me seducen los ritmos robóticos de la cultura electrónica. Ya los vitalmente eróticos griegos sabían muy bien que el estado de ánimo es un ritmo; así que es bueno estar atento a lo que escuchas, que hay mucho gañán totalitario deseoso de acabar con el gozo de la espontaneidad a ritmo sieg hail. En la gozosa Ibiza la dictadura electrónica es omnipresente. Afortunadamente todavía encontramos oasis rockeros como Can Jordi o el Costa, hay expectación con el Pereyra, perviven juergas lunáticas a ritmo de rumba, reggae, salsa cubana y samba de garotas, xirimías pánicas…y de pronto Mozart, Verdi o José Alfredo Jiménez. El placer está donde uno lo encuentra.