Imagen de recurso de una pila de mascarillas. | Foto de DS stories

La vergonzosa reforma del delito de malversación permite robar más sin tener que rendir tantas cuentas, según se lucren los hunos o los otros, los propios de la tribu del carné o terceros escogidos. Define perfectamente a su impulsor y sorprendió mucho en su momento, como diluyente de la ya escasa responsabilidad, pero por allí resoplaba la ballena de la corrupción que quiere irse de rositas socialistas. Y qué decir de la ordenada ausencia de mínimo control en tantos contratos-estafas a dedo durante la pandemia, verdadera plandemia para criminales de altos vuelos, falcon a la vista, que con nula estética saquean las arcas públicas llenas de esfuerzo privado, «ese dinero público que no es de nadie».

La corrupción es la rémora del poder, sí, pero a estas alturas democráticas, con mucho escándalo a cuestas, podríamos suponer un efectivo control del gasto público y absoluta transparencia. Y resulta que es todo lo contrario. La opacidad crece tanto como la sensación de impunidad de los que cortan el bakalao. «¿La fiscalía de quién depende?», preguntaba retóricamente el autócrata. Pues eso.

Somos todos iguales, pero los hay más iguales que otros. ¿Alguien duda hoy que los gobernantes gozan de privilegios obscenos, que se indultan o amnistían entre sí por unos votos emputecidos con el único objetivo de mantenerse en el poder, que juegan con ventaja su comodín para esquivar la trena, que disponen de unos aforamientos que son como un derecho de pernada feudal? Todo ello muy conveniente para seguir violando la ley y destruir pruebas incriminatorias.
¿Cien años de honradez? Dime de qué presumes y te diré de qué careces.