Centa Jacob Burkhardt en La Cultura del Renacimiento en Italia, que en la Génova del siglo XV, cuando un esclavo se hacía merecedor de un duro castigo, a menudo se le vendía en Baleares, donde solía terminar sus días como carrregador en las Salinas de Ibiza.
Es un trabajo duro, especialmente si eres esclavo y no sabes hacer poesía con la gama cromática de los estanques y sus flamencos, cuando aparece la aurora de rosados dedos o la mar se torna color de vino. ¿Conocía Homero las Islas Pitiusas cuando cantó la Odisea? Entonces Ibosim ya estaba bajo el control de los navegantes fenicios y su vino purpúreo se bebía como si no hubiese un mañana. A Penélope, Circe, Calypso o Nausicaa, cuatro maravillas del Eterno Femenino, te las puedes encontrar en cualquier orilla dorada si sales vivo del naufragio vital, también a danzarinas que, como en el antiguo Egipto, se tatúan el benevolente y lascivo rostro de Bes en culos bamboleantes.
Pero la condena de Burkhardt me hace pensar que antes que enviar a los abundantísimos detritus de los partidos políticos a Bruselas (así va esa ciudad aniquiladora de la imaginación), a una embajada regalada para burla de los diplomáticos de carrera, a difuminarse por las puertas giratorias de alguna gran empresa (las medianas y pequeñas, como los heroicos autónomos, están en riesgo de extinción), podrían mandarles una temporada a cargar con la excelente sal ibicenca, que este año bate récords porque nunca llueve a gusto de todos, para que sepan algo de los trabajos y los días mientras enjambres de estorninos afeitan sus cabezas en un tornado sensacional.
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