Imagen de archivo de la Biblioteca Municipal de Ibiza

Me parece bien que desde Ibiza pregunten al actual ministro de Cultura, Ernest Urtasun, sobre los avances (eso es un decir, entiéndase, pues no hay ni rastro de hierba tras el paso solípedo de los hunos y de los otros) de la flamante Biblioteca Nacional que se prometió en 2008. Por entonces vino uno de los contadísimos ministros de Cultura verdaderamente cultos de nuestra partitocracia, perdón, quiero decir democracia, César Antonio Molina, quien anunció con justo orgullo que el centro de sabiduría, nuevo faro de Alejandría para iluminar el Mare Nostrum, estaría listo en cinco años.

Quince años después la biblioteca está más parada que el perpetuamente anunciado parador, nada nuevo bajo el sol de unas Islas Pitiusas donde la cultura es la última mona. Pero la idea original era buena: se construiría un nuevo edificio para acoger la Biblioteca Nacional, el Archivo Histórico y un nuevo Museo Arqueológico que diera fe del esplendor púnico pitiuso. Quiero creer que también proyectarían un bar ad hoc, con aperitivos intelectualmente estimulantes como son los higos con frígula y cocktails tan representativos de nuestra cultura como el palo con ginebra. Al igual que Faulkner, no creo en la literatura abstemia: la civilización comienza con la destilación.

Tal centro de saber y cultura supondría un bálsamo para los lobos solitarios que aúllan en invierno; para una juventud que, a no ser que viaje allende los mares, está huérfana de cualquier oferta cultural que desafíe la paleta omnipresencia del bakalao electrónico; para muchos isleños, nativos o forasters, que anhelan un centro donde puedan elevarse con esa cultura que hace más amable la vida, que la salva, literalmente.