En el siglo XVI, el Imperio Otomano era una de las grandes potencias del Viejo Mundo. Abarcaba cientos de miles de kilómetros cuadrados y se extendía por tres continentes: África, Asia y Europa. Es más, tras la conquista de Constantinopla, en 1453, por el sultán Mehmed II, los turcos otomanos se habían hecho con la mayoría de las posesiones del Imperio Romano de Oriente, más conocido como el Imperio Bizantino.
En pocos años, los territorios actuales de Serbia, Grecia o Bosnia cayeron bajo el dominio de Mehmed «el Conquistador». Y luego, su nieto Selim I, se anexionó el Sultanato mameluco de Egipto. Alejandría, Trípoli, Damasco, Jerusalén. Para más tarde llegar a las ciudades islámicas santas de La Meca y Medina.
En 1529, las tropas otomanas, entre las cuales destacaban los jenízaros, el cuerpo de élite, llegaron incluso a las puertas de Viena. Y, aunque fueron repelidos, no fue hasta 1571, tras la batalla de Lepanto, cuando se produjo el estancamiento definitivo del avance territorial de los otomanos. Occidente se había salvado. Los turcos podían ser derrotados.
Esta batalla, pues, representa un punto de inflexión en la historia europea. Y los vencedores, le pese a quien le pese, fueron los españoles. Todo gracias a la brillante estrategia y actuación de Don Juan de Austria, hermano de Felipe II, y capitán general de la armada combinada de la Liga Santa, formada, principalmente, por la Monarquía Hispánica, los Estados Pontificios y la República de Venecia, para hacer frente a los otomanos tras la conquista por éstos de Chipre y la creciente amenaza que representaban en el Mar Mediterráneo.
Fue la mayor batalla naval de la historia moderna. Más de cuatrocientas galeras. Doscientos mil hombres. Artillería. Arcabuces. Las tranquilas aguas del golfo de Lepanto, al este de Grecia, se convirtieron en una inmensa zona de guerra. Fuego, barcos hundidos, hombres al agua. Una terrible visión que, por cruel que nos pueda parecer, fue todo un hito histórico. Un gran triunfo de la Monarquía Hispánica.
A pesar de ello, no existe ninguna película que lo recuerde. Ninguna producción cinematográfica que exalte a los héroes de Lepanto. Sí que se han hecho algunos documentales, es cierto, pero ninguna gran producción. Algo que, por ejemplo, en los Estados Unidos, donde no se avergüenzan de su historia, sería incomprensible.
Si en Lepanto, en vez de la Liga Santa, los vencedores hubieran sido los integrantes del Cuerpo de Marines, el 75.º Regimiento de Rangers o los Navy Seals, y su comandante en jefe, en vez de Don Juan de Austria, hubiera sido Douglas MacArthur, en Hollywood se hubieran hecho tantas películas conmemorativas que no cabrían en las estanterías de un videoclub. Los niños desayunarían en tazas adornadas con lienzos sobre la contienda. Contemplarían las imágenes de los barcos y de los soldados americanos cada vez que introdujeran su cuchara en el tazón de los cereales. Habría posters colgados en las paredes de sus habitaciones. Vestirían camisetas con los eslóganes «Lepanto somos todos» o, en inglés, «All of us… we are Lepanto». Se habrían fundado universidades, Lepanto's University. Bautizado plazas y avenidas, Lepanto's Square o Lepanto's Avenue. Incluso, algunos padres, demasiado patriotas, habrían llamado a sus hijos Lepanto y, de forma cariñosa, Lep, el pequeño Lep. Orgulloso de su país y de las hazañas de sus antepasados.
Pero estamos en España. Y aquí el lema es distinto, contrario al que tienen al otro lado del Atlántico. Aquí en España es: «¡Al suelo!, que vienen los nuestros». Pues es lo que hacemos día sí y día también. Dispararnos en el pie. Despreciar nuestra historia, a nuestros soldados, a nuestros profesores, a nuestros científicos, a nuestros intelectuales. Lo mejor es siempre lo foráneo. No lo patrio. Aunque en el extranjero se reconozca su valía. No importa. Lo español, en España, nunca es motivo de orgullo.
Nuestro idioma ocupa un lugar en el podio de los más hablados del mundo. Es el segundo más hablado en los Estados Unidos. Uno de los más seleccionados como segundo idioma en millones de colegios de todo el mundo. Pero aquí no le damos importancia. Al revés.
En España se inventó la escafandra espacial. Lo hizo el granadino Emilio Herrera. Pero nada se dice en los colegios. Y las películas sobre viajes espaciales son siempre americanas.
En España se escribió la mayor obra de la literatura universal, el Quijote, por Miguel de Cervantes. Pero en los planes educativos se aconseja a los alumnos la lectura de obras vulgares y estúpidas dirigidas a idiotizar al público infantil.
En España tenemos Córdoba y su Mezquita-Catedral, Barcelona y su Sagrada Familia, Madrid y el Escorial, las playas del Mediterráneo, la magia de Galicia. La historia de los Tartessos, de Roma, de los lusitanos de Viriato, de los Omeyas.
Somos un gran país. De modo que, cuando los americanos nos hablen de la batalla de Midway, asintamos con la cabeza y digámosles que bien, que ok, pero que aquí, en España, nosotros somos Lepanto.
Al suelo, que vienen los nuestros
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