La ansiedad ha sido, hasta ahora, una constante en mi vida. Me gustaría decir que comenzó en algún puesto de trabajo o por culpa de alguna mala relación, pero les mentiría. Me recuerdo bien pequeña, tumbada en la cama sin dormir y con la sensación de que me ahogaba porque, por ejemplo, no podía cumplir con las expectativas o sueños de mis padres. Yo era una buena niña que sacaba notas altísimas y que no daba problemas. Pero escucharles hablar de sus propias frustraciones o esperanzas generaba en mí la sensación de que era mi responsabilidad hacer algo. Y, siendo tan pequeña, no podía. Así que me ahogaba.

Con los años, esa sensación me ha acompañado casi siempre. No recuerdo muchos periodos de mi vida libres de ansiedad. He ido a terapia, me he medicado, he hecho todo lo que me aconsejaban profesionales y no profesionales para dejar de asfixiarme. Pero, la verdad, apenas me ha servido. Ahora, incluso, hay veces en las que la ansiedad se me dispara cuando algo me sale bien o cuando me doy cuenta de que estoy donde quiero estar y como quiero estar. La alegría empieza en el corazón, baja al estómago y, de ahí, sube disparada hasta la garganta en forma de ansiedad. Y me empiezo a ahogar.

El martes se celebró el Día Mundial de la Salud Mental. Yo no sé si es una enfermedad o una condición. Es una etiqueta que, visto lo visto, llevamos muchos colgando. Yo soy así. Y a veces duermo para poder respirar. Con los años, eso sí, he aprendido que las tormentas pasan, que casi siempre Dios provee y, sobre todo, que el mundo no depende de lo que yo haga. Me sigo ahogando, es verdad, pero ahora sé que dura un rato. Como casi todo.