En la era de la hiperprotección parental, criar a un niño se ha convertido en una tarea que requiere más atención que cuidar un jardín de rosas en un huracán. Los padres modernos están tan obsesionados con mantener a sus hijos a salvo que están dispuestos a hacer cualquier cosa, desde envolverlos en burbujas hasta contratar a un equipo de expertos en seguridad personal para que los siga a todas partes.
La hiperprotección se refiere a un estilo de crianza en el que los padres sobreprotegen a sus hijos, lo que significa que intentan preservarlos de cualquier riesgo o dificultad, a menudo de una manera excesiva o poco saludable. Son muchas las formas de resguardar a los menores de los riesgos que les acechan, desde la protección física, dotándolos de todas las protecciones posibles cuando realizan una actividad hasta la protección experimental, donde el miedo excesivo al riesgo es transmitido a los menores, limitándoles en muchos casos de experiencias vivenciales que fortalecerán su autonomía.
De todas las actitudes hiperprotectoras hay una especialmente preocupante, es aquella que tiene que ver con la sobreprotección emocional. Existe una tendencia a evitar y preservar a los menores de cualquier experiencia emocional negativa, como si estar triste, frustrado o enojado pudiese generar un trauma futuro en el menor. Estos padres supervisan y avalúan como afectan las experiencias emocionalmente a sus hijos y si detectan que alguna cosa genera dificultad mejor cambiar, no vaya a ser que el menor tenga que poner en marcha la autocapacidad de regulación emocional. Por otra parte, las emociones negativas pueden aparecer cuando el niño se aburre, por eso no es raro que muchos tengan su horario más abarrotado que el de un CEO de una empresa multinacional. «Hoy a las 3 pm, yoga para niños; a las 4 pm, clases de piano; a las 5 pm, lecciones de mandarín; y a las 6 pm, terapia de relajación para manejar el estrés de las clases de yoga, piano y mandarín».
En resumen, la hiperprotección infantil ha llevado a criar a una generación de niños que son expertos en el arte de la dependencia. Son tan frágiles que incluso una brisa suave podría hacer que se desmoronen. Pero al menos sus padres pueden dormir tranquilos sabiendo que han hecho todo lo posible para mantenerlos seguros. Y quién sabe, tal vez en el futuro, nuestros hijos puedan vivir en un mundo donde puedan tomar riesgos, aprender de sus errores y, finalmente, crecer con la madurez de una sandía.
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