Recuerdo hace muchísimos años, en los 70, cuando a la España en blanco y negro de Franco nos llegaban noticias sobre los asombrosos cambios en la sociedad de los países nórdicos, entonces embarcados en una revolución de la que todavía no se han descabalgado. Mi madre se sorprendía y le apenaba que allí cada vez hubiera más hogares unipersonales, que la gente decidiera motu proprio, vivir en soledad. Para quienes pertenecíamos a un mundo de familias numerosas y bulliciosas, aquello era una rareza incomprensible. Cincuenta años después, llega a España esa tendencia imparable. El aumento de los divorcios, la extensísima esperanza de vida –mucho más acentuada en mujeres que en hombres– y la moderna mentalidad de que, en el fondo, no necesitamos a nadie para ser felices y vivir a gusto, ha provocado que millones de personas vivan solas, viajen solas, vayan al cine solas e, incluso, acudan a un restaurante para disfrutar de su gastronomía favorita... a solas.
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