Conocí a Fernando Sánchez Dragó en mitad del Océano Atlántico, allá por el 90 del pasado siglo. Navegábamos rumbo al mundo maya, en la aventura genial que se inventó el explorador ilustrado, Miguel de la Quadra-Salcedo, para potenciar los lazos fraternales entre España e Iberoamérica.
Dragó, como siempre, estaba muy bien acompañado y despertaba admiraciones y envidias. Impartió unas conferencias magníficas, sensoriales e irreverentes, pues era verdadero maestro de la oratoria, con una cultura fabulosa y mucha poesía que bebía de la fuente sagrada. Animaba a tirar la cámara de fotos por la borda del Guanahaní y aprender a mirar con el corazón.
Opinión
Dragó y Tanit
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