Con los años la Navidad se encoje hasta hacerse pequeña. Aquellas mesas eternas en las que abuelos, padres, tíos, hermanos y decenas de primos se reunían al amparo del tamborilero para compartir cócteles de gambas, sopa de pescado, aperitivos de todo tipo y turrones, hoy menguan hasta quedar reducidas a un máximo de diez comensales en el mejor de los casos.
Con los años mejoran los vinos, los platos y la decoración e, incluso, los turrones tienen decenas de sabores entre los que escoger, pero se pierden los juegos de mesa, las canciones, los regalos sorpresa y, en esencia, esa magia infantil que arruinamos sin remedio al amparo de los años. Los anuncios de Lotería, de empresas charcuteras o de bebidas intentan despertarnos para que revivamos aquellas melodías de antaño y mientras nosotros lo intentamos tarareando el »vuelve, a casa vuelve», las muñecas de Famosa se confunden de camino al dirigirse al Belén. Los Reyes Magos se pelean con Papa Noel y al final no sabemos quién regala a quién, ni cómo. Llega un momento en el que nos rendimos y dejamos de sacar brillo a los zapatos o de procurar ser buenos todo el año, porque dejamos de creer en alguien que valore nuestros actos a golpe de juguetes.
Hace años que no nieva en Navidad y que el roscón de reyes nos empalaga, mientras las cuentas de la luz, de la calefacción, de las cenas de compromiso y de los amigos invisibles nos estrujan sin remedio.
La Navidad se ha convertido en una excusa, en una mera una razón para descansar y cogerse vacaciones o para viajar si el bolsillo nos lo permite, pero también es la mejor de las razones para obligar a nuestras familias a cenar juntos y a brindar por la vida, o para tener un detalle con las personas que realmente nos importan.
En mi barrio no hay luces y los únicos villancicos que escucho son las obras de los vecinos de abajo, que han decidido hacer una obra faraónica en un pisito de 50 metros cuadrados. Tengo una palmera en vez de un árbol y la pobre no ha aguantado el peso de las bolas rojas y doradas con las que he intentado camuflar su origen. Sufro de alergia a los lácteos y ya no puedo comer la mayoría de los dulces y de las salsas deliciosas de esta época, aunque lo peor de cada Navidad son las ausencias, que cada día duelen más y se hacen más evidentes…
Aun así, y pase lo que pase, escuchen… ¡esta es otra Navidad y tenemos la obligación de vestirnos de Mr. Wonderful y de emperifollarnos de felicidad para recordar el valor del resto de sonrisas que sí nos acompañarán para celebrarlas! Mis sobrinos, que se están convirtiendo en personas increíbles; mis padres, que hoy son los abuelos de esta temporada de nuestra particular serie y me recuerdan cada día lo afortunada que soy por tenerlos a mi lado; mis hermanos, que son los mejores amigos con los que nunca he soñado, y mi compañero de vida, el que he escogido para recorrer la vida y el mundo de su mano.
¡Esta no es otra Navidad! Si les parece, hagamos que sea épica e increíble. Es más, convirtámosla en la mejor de nuestras vidas y si tenemos que llenarla de piñas doradas, de canciones horteras y de cabezas de langostinos para que sea verdadera, hagámoslo, ¡total! ¿qué tenemos que perder?
Yo les confieso que me escapo, que pienso celebrarla como si fuese la última, convirtiéndome en mi mejor versión y, si eso, ya nos leeremos en unas semanas, cuando sintamos otra cuesta de enero y tengamos la cartilla tiritando de frío. Para entonces prometo dar vida a artículos positivos que les levanten el ánimo y que transformen en rojos todos los lunes azules.
¡Feliz Navidad, no se olviden del lugar en el que reside su magia!
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