Si no verbalizas un «hasta luego», un «hasta siempre» o, incluso, un «hasta que la vida nos vuelva a juntar», no te despides de las personas a las que amas; simplemente te desvaneces de su lado. Por eso los suicidios son tan duros y crueles. Cuando alguien decide terminar con todo nos deja huérfanos al impedirnos emitir ese necesario «adiós» o un «no estás solo, me tienes a tu lado». Su ausencia crea para siempre un vacío imposible de llenar y deja un abrazo retenido en lo más oscuro de nuestras tripas. Su dolor no compartido se contagia, como una gran onda expansiva, y pasa a nosotros para no despegársenos nunca. El aroma de la impotencia es tan fétido que ya no se va ni en esta ni en cien vidas.
Edurne lo hizo con 17 años. Se esfumó sin más. Decidió ahorcarse para no confesar a sus padres sus malas notas. Eso fue lo que nos contó mi madre en la cocina. Seguramente fue el detonante y había más conflictos hurgándole las entrañas y la cabeza. Tenía dos años más que yo y era una chica deportista, sana y aparentemente feliz. Se marcharon a Bilbao a vivir y ya nunca la volvimos a ver. Solo soy capaz de evocarla sonriendo o jugando al baloncesto. Es mi primer recuerdo cercano y real de un suicidio. Nunca hablamos demasiado de ello.
Unos meses después, un chico de mi instituto siguió sus pasos y otro se disparó con una escopeta de caza dos ventanas más allá de la mía. Un tercero se estrelló con su moto contra un muro. En todos los casos sentí pena, estupor y culpa.
Una de las primeras cosas que te enseñan en primero de periodismo, y más concretamente en la asignatura de sociología, es que en los medios de comunicación no debemos hablar de suicidios porque generan un efecto «llamada». Así, y entre los muchos tabúes que recorremos en nuestro día a día, están esas marchas forzadas por la desesperación, por la incomprensión o por el cansancio de quienes deciden ausentarse para siempre dejándonos demasiado solos e impotentes como para procesar las causas o dilucidar si hicimos lo suficiente para evitarlas.
En nuestro país los suicidios son la principal causa de mortalidad no natural y en 2020 la pandemia aceleró sus cifras con nombres, apellidos, historias y duelos. Fueron 2.930 los hombres que no se despidieron y 1.011 las mujeres y, lo que es peor, el número de menores y de ancianos también se incrementó considerablemente. Si hacemos cuentas, se apagaron once corazones por día, un 7,6 por ciento más que en 2019 y el mayor número desde que se registran estos datos en nuestro país. Siete niños y siete niñas de menos de 15 años siguieron los pasos de Edurne, lo que significa el doble que solo un año antes. Médicos, policías y profesionales sometidos a un estrés inhumano no pudieron continuar sus historias, junto con cientos de personas a quienes la pobreza, el desempleo, la condición migrante o las dificultades de su condición sexual les arrebataron las ganas de vivir. Otros no supieron cómo gestionar la pérdida de sus seres queridos, una ruptura o sus problemas del día a día, pero todos, todos ellos, nos impidieron saber qué hubiese pasado si alguien los hubiese escuchado o apoyado con la fuerza que necesitaban.
Tal vez este sea el momento de que rechacemos que el silencio es la mejor respuesta cuando hay demasiadas preguntas y puede que dejar de esconder sus historias sirva a otros para no repetirlas, y no para emularlas. Quizás los periodistas debamos empezar a contarlas no cómo noticias asépticas sino como parábolas, para que tengan otro final, y puede que las instituciones deban orquestar de una vez por todas las herramientas precisas para que nadie se vea incapaz de hacer otra cosa que pulsar el botón rojo de la marcha. No son despedidas, son ausencias, son heridas, son fracasos del sistema que no escucha sus gritos y ponernos unos tapones no sirve de nada. Los problemas no desaparecen si los silenciamos, al contrario, en ocasiones se hacen tan grandes que se convierten en bolas de nieve capaces de destrozarlo todo.
Si tienes ideas suicidas, ansiedad, depresión o tristeza no te conviertas en una cifra, sé más que un número, suma, cuéntalo, grítalo y oblíganos a escucharte. Te queremos en nuestras vidas para despedirte cada día un dulce y sonoro «hasta luego».
(El Gobierno pondrá en marcha próximamente el teléfono de atención gratuito 024 que gestionará Cruz Roja. También puedes contactar con el Teléfono de la Esperanza 717 003 717, con el Teléfono Contra el Suicidio 911 385 385 o pedir ayuda en http://papageno.es )
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