Durante el confinamiento nos invadió un insólito y falaz buenismo. Nadie iba a quedar atrás, los ciudadanos aplaudían a los sanitarios y las pancartas con estúpidas frases que parecían sacadas de inútiles libros de autoayuda cubrían los balcones. Pensábamos que la pandemia nos cambiaría para siempre y nos haría más sensibles, empáticos y generosos, pero este espejismo duró menos que el abrazo de un suegro.
La mentira se ha convertido en la norma general. Sánchez y ciertos sectores de la izquierda han demostrado dominarla magistralmente. Muchos ilusos pensaron que «el gobierno más progresista de la historia» se pondría de parte de los más débiles y que la lluvia de millones que caería de los fondos europeos sería la panacea que conseguiría levantar a las empresas y los autónomos que capitularon.
Mientras el precio de la luz sigue batiendo récords históricos, el Gobierno no ha tenido otras ocurrencias que disparar las cuotas a los autónomos entre 96 y 225 euros para 2022 y cambiar el cálculo de la base imponible de impuestos como sucesiones, patrimonio o transmisiones patrimoniales, consiguiendo con ello que sea todavía más caro heredar la casa de tu padre o comprar una vivienda. Ello se produce a la vez que los presupuestos dejan sin un euro nuestro convenio de carreteras, se reducen un 33% las plazas de acceso a la carrera judicial y la ministra de Igualdad anuncia el mayor presupuesto de la historia para su cartera de chiringuitos, colocando a dedo a delincuentes de su partido condenados en firme para seguir esquilmando las arcas públicas.
Este aumento de una ya insufrible presión fiscal ahoga cualquier conato de inversión y cualquier intento de supervivencia de las clases medias, demostrando que sólo son ellos los que salen más fuertes.
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