Resulta chocante comprobar cómo muchas redacciones, que eran trinchera dipsómana de sabuesos canallas y sentimentales, han decaído en oficinas para veganos que pretenden levitar a lo monje zen y no buscarse problemas.
Demasiados periodistas han sucumbido al zeitgeist de los descafeinados tiempos modernos, libres de humo sagrado y sabroso colesterol, bajo la castradora dictadura de la corrección política que mata cualquier estilo y atenaza la imaginación. La ley del péndulo histérico ha traído un cierto puritanismo a una profesión que antes gozaba de fama maldita y romántica. El periodismo seguirá siendo la mosca cojonera que incordia al poder, pero sabed que el té rooibos jamás afilará la pluma de la forma que lo hace un aguardiente.
Los virtuosos vicios y la coña fresca y marinera, hoy en día tan demonizados, unían a periodistas de muy diversa ideología antes que los mamones de la teta pública pusieran de moda el aburrido sectarismo. ¡Ah, esas redacciones con nubes de nicotina, donde siempre encontrabas una botella a modo de tronco salvador para los náufragos de la inspiración!
Jesús Turel era un periodista de esa vieja escuela que hoy semeja un parque jurásico entre la granja influencer, un peligroso dinosaurio con el que podías tener discusiones e intercambiar alaridos y el civilizado bolígrafo se transformaba en un punzante kriss malayo.
Pero tenía personalidad, una carcajada contagiosa y mucho corazón salvaje. Y el whisky de malta que gustaba tenía la virtud de amansar a las fieras a la hora en que todas las gatas son pardas y los pelmazos sectarios se difuminan, en esos bares o redacciones en que maravillosamente podíamos fumar.
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