El pasado miércoles fui presidenta del Partido Popular en las Islas Baleares por obra y gracia de este periódico. Les reconozco que durante unos segundos el poder me sedujo como un anillo oscuro y me vi salvando a nuestra comunidad autónoma de la bancarrota, derrocando a la gran Francina entre copas y vacunando yo misma a miles de personas para posicionarnos turísticamente de nuevo a la cabeza del mundo.
Borracha de ambición depuse acto seguido al propio Pablo Casado, conquisté la Moncloa, provocando un duelo a muerte intelectual entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, y allí decidí continuar mi gesta, como buena burgalesa descendiente del Cid Campeador, para salvar al país de los virus y de los corruptos. Así, por el val de las Estacas jaleé a mediodía a mi caballo Babieca y caminé en pos de la gloria hasta que mi novio se me acercó dulcemente para preguntarme si quería otro café, sacándome sin remedio de tal ensoñación.
Tras quitarme aquel falso arete, sacudir la cabeza y darle un sorbo a tan dulce brebaje, me di cuenta de que en realidad sería más fácil tener algo que ver con el árbol familiar de Sidi que presidir cualquier partido político, ya que no comulgo con ninguna ideología existente en la actualidad, ni tengo vocación política. Además, esto de las guerras entre facciones solo me interesa con afán periodístico para mojar las magdalenas sin lactosa en la prensa. Así que ya lo ven, poco me duró el cargo y al final regresé cabizbaja a mi aldea (lo que traducido a mi idioma es a mi ordenador, notas de prensa, planes de marketing, proyectos, guiones y otras marañas de letras).
Pero, sea como fuere, el pasado miércoles fui presidenta del PP. Mi nombre aparecía junto a un artículo que hablaba de tender la mano a los adversarios políticos y donde se abordaba la necesidad de aplicar medidas certeras y consensuadas para resolver la gravísima crisis sanitaria y económica en la que estamos inmersos. A colación de esa errata, ya que obviamente el autor de aquel texto era el auténtico mandamás de los populares, tal y como lo demostraba la foto que lo ilustraba, recibí algunos mensajes felicitándome, otros más jocosos destacando lo «guapo» que salía y algunos más atrevidos haciendo alusión a un cambio de sexo muy bien ejecutado. El más divertido fue el de una amiga que afirmó que era lo mejor que había escrito, a lo que yo le respondí entre risas que sería porque no era mío. Otros, con cargos precisamente en el Partido Popular en nuestra isla y fuera de ella, no pudieron evitar una carcajada, a la que yo les respondí que por fin podía llamarles «compañeros», mientras que los menos, mis mejores amigas, esas que se cuentan con los dedos de una mano y que son tan poco objetivas como mágicas, vitorearon un «¡Mon for president!».
El miércoles fue un día histórico, aunque no por este pequeño lapsus, sino porque Biden tomó posesión de su cargo con Lady Gaga, Jennifer López y Katy Perry cantándole al oído y erizando la piel de millones de americanos. No me pregunten cómo, pero mientras era espectadora de excepción de aquella fantasía al otro lado de la pantalla, me puse a juguetear con el mismo aro dorado haciéndolo encestar en mi dedo y me propuse saltar el charco y cambiar de presidencia. Otra vez me sentí capaz de derrocar a un narcisista, mientras los Obama bailaban a mi vera y los muros se derretían. Propugné leyes de obligado cumplimiento para incrementar la investigación en todos los países, erradicar el cambio climático, equiparar las economías mundiales y llevar la educación, la sanidad y la paz a todos los rincones del planeta. «¿Pero te presentas a la presidencia de Estados Unidos o a un concurso de belleza para talluditas?», me preguntó una voz interior lamentando haberme obligado a ver «Miss Agente Especial» hace unos días. De pronto una voz real me devolvió al sofá.
«Deja de jugar con el anillo, cariño, que me pones nervioso», me susurró mi chico (y sí, vuelvo a usar el posesivo, porque me da la gana y porque estoy orgullosa de que seamos un tándem de dos, sumando y mejorando juntos cada día). Y así termina este cuento.
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