Un maestro zen japonés decidió dar la gran lección al final de su vida. Después de haber promovido el autocontrol, el cultivo de su jardín samurai donde cada flor exhalaba el perfume del kami, la ceremonia interminable del té, un ascetismo monacal y la meditación más sublime, se dijo a sí mismo y al resto del mundo que ya bastaba. Entonces se encerró durante tres días en una suite del Oriental en Bangkok, ordenó un diluvio de cajas de champagne Cristal y deliciosas vituallas, y se rodeó de la estimulante compañía de numerosas criaturas expertas en Wu Wei callejero y esa sabia máxima del Palacio Flotante: El deseo no puede esperar: exige satisfacción.
El maestro murió en la más absoluta felicidad que da la comprensión del Sat-Chit-Ananda (Ser-Consciencia-Gozo) y la ironía de una leche zen monumental a sus asombrados discípulos, que no entendían la última lección de su gurú.
Realmente todo se reduce al aquí y ahora de forma consciente. Yoga es bhoga, carpe diem y el reino de Dios está entre ellos pero los hombres no lo ven. Goethe lo dijo de otra manera: Aquí está la vida, aquí hay que danzar.
Me vienen tales reflexiones por el anunciado congreso Formentera Zen en este lánguido mes otoñal sin razzias transalpinas. Dará clases de yoga la bella Verónica Blume (¿tendrá algo que ver con el célebre halconero del Stupor Mundi?), y algunos asistentes se darán baños desnudos en las aguas esmeraldinas. ¡Que gran isla para expandir la consciencia! Su genios loci fomenta una meditación activa con paseos al cap de Barbaria, suculentos raors, langostas con huevos fritos y una energía telúrica que invita a enamorarse de la vida, el gran tesoro de todo sabio.
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