Cualquier orquesta que se precie tiene sus directores preferiti y sus directores condenati. Este es un hecho natural que brota del hecho gregario de la manifestación humana. Los preferiti pueden fácilmente caer en desgracia y así descender de categoría. Los condenati, por su parte, jamás alcanzarán la posición contraria. Por tanto, cualquier gesto que fuerce una situación dada conllevará indefectiblemente al fracaso puesto que las masas tienden al conservadurismo aferrándose a la conocida comodidad.

Quizás esta es la razón por la que las grandes orquestas eligen a sus directores de entre los preferiti sin caer en la tentación de que un ente ajeno decida por ellos. La maniobra no está exenta de riesgos pero mientras que la propia orquesta los asuma nada debe distorsionar el buen desarrollo de la misma.

El carisma de un director puede medirse bajo numerosos parámetros siendo uno de los principales la empatía. No obstante, el músico como ser independiente e inteligente dentro de un colectivo que se expresa con la belleza, puede pasar de lo poético a lo prosaico y, por tanto, de lo ético a lo patético sin que apenas nadie advierta la deriva si no gestiona la relación con su director con profesionalidad y distancia.

Un director debidamente formado, esto es, con un bagaje en diferentes ámbitos de la concertación, intelectualmente activo y conocedor de la profunda retórica y claves emocionales de la música y, por supuesto, con una experiencia nacional e internacional no garantiza per se una capacidad de comunicación con la orquesta. Pero parece lógico posicionar en mejor lugar a este perfil frente al que solo frecuenta la camaradería baladí.
Esta disyuntiva puede ser común en muchas orquestas ante la inminente contratación de un nuevo líder. Obviamente, toda orquesta debería tender a contar con los servicios de quien aúne ambos perfiles: una gran preparación y una importante capacidad de comunicación. Pero no es fácil encontrar ambas cualidades en un mismo director si su formación ha consistido única y exclusivamente en su paso por un conservatorio español donde, como es sabido, la praxis con una orquesta físicamente presente es puramente residual. Nadie podría imaginarse que resultaría estudiar, por ejemplo, piano sin instrumento. Pero la realidad en la vida académica supera con creces la ficción. Y cualquier parecido con la calidad en la enseñanza reglada de la dirección de orquesta es pura coincidencia, salvo tan honrosas como escasas excepciones.

Con bastante frecuencia, ante la insuficiente formación que ofrecen los directores se opta por la energía del simpático que, no pocas veces, convierte el arte de dirigir en una mera caricatura.

Para juzgar no se precisa opinión sino capacidad de discernimiento cimentado en el conocimiento, es decir, tener criterio (del griego kriterion, norma para conocer la verdad) El criterio se debería formar y forjar en los más jóvenes para que alcancen el discernimiento. Debiera ser piedra angular de la educación musical, toda vez que no se garantiza la ascensión al olimpo de los escenarios pero hay esperanza en formar consumidores de cultura.

El pedagogo Gianni Rodari lo explicó mejor: no educamos para crear artistas sino para evitar esclavos. Y la falta de criterio es una sutil y perversa forma de esclavitud. Si no dotamos de discernimiento no logramos criterio y sin criterio se está a merced de quien tiene el poder en cada situación de la vida.

¿Qué formación, en este sentido, se está ofreciendo a nuestros jóvenes músicos?, ¿podrán discernir la verdad entre la madeja de opiniones?, ¿cómo serán los futuros profesionales?, ¿es menos importante la reflexión que la ejecución práctica de la música? Si eliminamos el pensamiento en el arte sonoro, ¿qué banal sucesión de sonidos será la resultante?

Cuando los jóvenes músicos se vean en la tesitura de tener que elegir director en su orquesta, su bagaje humanístico será fundamental para el discernimiento. La falta de éste declinará su opción de manera inequívoca hacia quien ostente una simpatía superficial y no al que escarbe en las entrañas de la música y extraiga de ella todo el flujo emocional, cuya belleza cambie el mundo circundante. De lo contrario la voluntad individual, carente de criterio se verá absorbida por la del grupo.

Una orquesta, es sabido, puede tocar perfectamente sin el concurso de un director. De hecho, existen ejemplos de formaciones que prescinden de esta figura. Por el contrario, un director no puede dirigir sin una orquesta y esta es una diferencia muy significativa sobre la que cabría reflexionar en términos de exigencia y excelencia. La excelencia no es otra cosa que hacer las cosas cada vez mejor. Lo cual debiera estar en el ánimo de toda actividad musical.

Por tanto, ¿quién tiene el poder? (si es que alguien debe tenerlo) ¿qué se debe exigir a un director titular?, ¿es suficiente la energía del simpático?

La OSCE (Orquestra Simfònica Ciutat d'Eivissa) no es ajena a esta situación. Inmersa en pleno proceso selectivo y después de haber estado casi dos años sin actividad poniendo en evidencia el buen uso de los impuestos de los ciudadanos por parte de la institución responsable, tendrá que elegir director.

Cabría preguntarse si la oferta de música clásica se halla en condiciones óptimas de calidad respecto a la expectativas de la demanda y si un concierto al trimestre es suficiente para satisfacerla. Teniendo en cuenta que la selección se realizará con directores no residente en Ibiza parece poco probable una programación regular y frecuente de conciertos de música sinfónica.

Si bien todo objetivo basado en la seriedad, trabajo y calidad es siempre a medio o largo plazo, deberían ponerse las bases para que en unos años los jóvenes intérpretes ibicencos se hallen en posesión de la formación y bagaje que garanticen una orquesta profesional. Pero no hay futuro sin inversión en el presente.

Un trabajo continuado en el tiempo sería una posible solución. Ensayos más regulares -¿semanales, quincenales?- con los más jóvenes con la incorporación ante la inminencia de un concierto de los músicos profesionales, tanto los que residen en Ibiza como los que desarrollan su labor artística en diferentes ciudades y países.

Esta solución formativa y con la mirada puesta en una auténtica orquesta profesional parece poco viable con la incorporación de directores foráneos, lo que no significa -dicho sea antes de que se manipule la intención de esta afirmación- una queja per se, sino una reflexión para hacer compatible la titularidad de un director disponible para un trabajo regular con la participación de directores invitados, como sucede en la mayoría de las orquestas y como se venía realizando en los últimos años en la OSCE.

Habida cuenta de que en la isla residen al menos media docena de directores de orquesta con gran experiencia nacional e internacional con una amplia y contrastada formación parece poco coherente no haber contado con estos para comprobar si los ítems de empatía y profesionalidad podrían darse la mano en algún caso. Se alegará en contra de este argumento que la concurrencia es pública, pero la confianza y seriedad del proceso ha presentado no pocas dudas.

¿Todos los miembros de la orquesta se hallan en igualdad de condiciones para emitir un juicio con criterio que les permita separar la paja del trigo?

Por el bien del sinfonismo en la isla esperemos que sí.