Un valiente se tiró al mar de madrugada en Portmany, nadó hasta un barco de mamones electrónicos llamado Medusa y, a gritos, les forzó a marcharse con la música a otra parte. ¡Bravo! Es una buena forma de actuar ante la incapacidad declarada de las fuerzas del orden, las excusas del Ayuntamiento, las pelotas fuera del Consell.
¿Para qué tantos políticos si no saben proponer y hacer cumplir medidas fundamentales para la convivencia?
El ejemplo de las llamadas party boats, que llevan años destrozando la armonía náutica nada más salir del puerto (realmente nos importa un bledo que superen el pasaje permitido, tampoco la calidad de las copas que sirven, pero resulta insultante el estruendo que extienden por la plataforma acústica marina), su ejemplo, digo, se ha contagiado ad nauseam entre unos cuantos horteras que alquilan una embarcación, fondean a pocos metros de la costa (aunque sea urbana) y joden largo y tendido el descanso de cientos de vecinos.
Para eso hace falta ser un cabronazo sin empatía ni respeto, además de un marinero de agua dulce que no ha salido del pantano y no se atreve a navegar a mar abierto, donde podría montar la fiesta a su deseo. Hay barcas oficiales que velan por la tranquilidad de lagartijas y gaviotas en los islotes pitiusos. Pero no existe una para poner coto a los groseros desmanes de los que fastidian la población humana desde las olas.
Por eso va bien que haya valientes que se atrevan a poner firmes a los cabrones que violan el mito ibicenco. La isla de Bes es maravillosamente hedonista y presume de una gozosa libertad. Vive y deja vivir pero no des el coñazo, que Ibiza logró ser fieramente corsaria para defenderse.
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