En el libro de los Números se nos habla de la serpiente de bronce, alzada por Moisés en un mástil, era el remedio indicado por Dios para curar a quienes eran mordidos por las serpientes venenosas del desierto.
Jesús compara este hecho con su crucifixión. El Hijo de Dios ha tomado nuestra naturaleza humana para dar a conocer los misterios divinos, y para librar del pecado y de la muerte a quienes le miren con fe y amor. Es preciso, dice el Señor que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él. La fe de la cual nos habla el Señor no se reduce simplemente a la aceptación intelectual de las verdades que Él nos ha enseñado. La fe constituye un don divino, un regalo de Dios, a quien debemos pedir que la fortalezca y acreciente. Como los Apóstoles digámosle al Señor, «auméntanos la fe»
El cristiano, que ya posee el don divino de la fe, ayudado por la gracia debe hacer actos explícitos de fe para que esta virtud crezca en él. La mayor dádiva que Dios Padre ha hecho a la humanidad es su propio Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por él. Toda nuestra religión es una revelación de la bondad, de la misericordia, y del amor de Dios por nosotros. Dios es amor, nos dice San Juan. Es amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran verdad que todo explica y todo lo ilumina. Cristo me amó y se entregó a la muerte por mí ( gal.2,20). La entrega de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor. Jesucristo exige como primer requisito para participar de su amor la fe en Él. Con la fe pasamos de las tinieblas a la luz y entramos en camino de salvación.
«No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido; ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme al verte clavado en una Cruz y escarnecido; muéveme el ver tu Cuerpo tan herido; muévenme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, en fin tu amor ,y en tal manera, que aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera. No me tienes que dar porque te quiera; pués aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera».
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