Cada vez que leo un anuncio recomendando la vacunación contra la gripe me sirvo un armagnac dorado como las pupilas de un leopardo o, en su bárbara ausencia, algún whisky irlandés como el que bebía el hombre tranquilo de John Ford mientras se perdía por una pelirroja de carácter imposible. Son medidas profanas que ayudan a alcanzar un sereno nirvana y evitar al matasanos. Aunque lo verdaderamente fundamental para aumentar las defensas y recuperarse de los excesos con bravo buen humor es el baño de mar, que en estos días está gloriosamente solitario y libre de orines turísticos.
Estoy convencido de que el gran Alexander Fleming, inventor de la penicilina, estaría de acuerdo con mis métodos.
La danza es otra panacea. No me refiero a la electrónica de ritmo robótico sino al échale salsita, rumba, mambo, rock, calypso, bolero, vals, un tango canalla y sentimental superior al lamento del cabrón e incluso a practicar unas ingrávidas piruetas de ballet cual fauno burlado por las ninfas. La danza eleva el chi porque “la energía es delicia eterna y el que desea, pero no actúa, crea la pestilencia”.
La vida como juego es un buen concepto vital. El ocio antes que el negocio, también. Tal es la moralidad natural del beau savage, que te da de comer y beber y puede llegar a ofrecerte a su parienta antes de cortarte el cuello con un machete. El placer está donde uno lo encuentra y hay que atreverse.
Los clásicos decían que esclavo es aquel incapaz de hacer poesía; y hoy en día hay mucho cabestro con máster que confunden el ser con el tener, como si el mundo perteneciera a los contables. En cambio el arte de la vida, al alcance los sensibles, proporciona cabeza clásica y corazón romántico.
¡Feliz Año Nuevo!
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