Al igual que William Faulkner me gusta ese cocktail sureño llamado whisky sour y no creo en la literatura seca. Por eso además de libros y rosas también me gusta regalar un buen vino, como los que me bebí con el báquico José María March en Tastavins. Algo que ayuda mucho a caminar en esta mañana literaria por Vara de Rey y obviar el histérico lifting impuesto por los plásticos políticos a un paseo tan hermoso. Pero vamos a elevarnos sobre esos suelos espantosos que nunca se atrevieron a consultarnos…
Confieso que los libros (como los buenos tragos) me han salvado literalmente la vida. He brindado en fogatas troyanas con el vino dionisiaco de Homero y navegado junto a Long John Silver; he paseado por bucólicas campiñas con Dafnis y Chloe que me hacen echar los tejos a toda tierna pastora con aroma a flaó; he gritado la consigna Remember! junto a Athos y pellizcado a las posaderas borgoñonas con Porthos; me he enamorado de Haydee y besado el velo de Tanit que custodiaba la princesa Salambó; he peleado en riñas de borrachos con Quevedo (Quebebo, le llamaba Góngora) y aprendido la estocada secreta del duque de Nevers; he visitado fabulosos burdeles con Bradomín (el Don Juan más admirable: era feo, católico y sentimental) y el tahúr Casanova; me he estrellado contra molinos de viento porque sé que todo caballero andante, de alegre o triste figura, está obligado a luchar aunque no pueda vencer…
Si quieres vivir mil vidas, ama y lee.
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