El sufragio universal se introdujo en España en 1931 y en el resto de Europa poco después de la primera Guerra mundial; en Canadá (1960) y Estados Unidos (1965), bastante más tarde, de manera que se trata de un fenómeno históricamente reciente y, como todos los dogmas de lo políticamente correcto, poco debatido, aunque una de las numerosas consecuencias del llamado Brexit ha sido un resurgimiento de quienes postulan la vuelta a alguna de las variantes del sufragio censitario. Para licenciados de nuevo cuño en particular y víctimas de la LOGSE en general, explicaré, poniéndolo facilito para no agobiar neuronas, que, a diferencia del universal, se trata de un sufragio restringido; los criterios de restricción han sido múltiples y variopintos: capacidad económica, carga fiscal, nivel de instrucción, sexo, pertenencia a determinado grupo social, color de la piel etc. El famoso sistema prusiano «de tres clases» (Dreiklassenwahlrecht) estaba basado en la capacidad fiscal de los votantes y estuvo en vigor entre 1848 a 1918.

Lo más llamativo del resurgmiento mencionado ha sido que las voces de quienes hoy postulan limitaciones al sufragio universal no vienen exclusivamente de la derechona, sino también de la izquierda: «cosas veredes, amigo Sancho» (que es cita cervantina apócrifa, por cierto, más bien entresacada del Poema del Mío Cid).

Muchos votantes frustrados de Podemos la han emprendido en las redes con los ancianos y distinguidos agitadores izquierdosos, como Michael Seeman y Mario Sixtus en Alemania, proponen ahora seriamente que los votos de quienes tengan una mayor perspectiva vital pesen más en el recuento final: así, por ejemplo, el voto de un ciudadano de 18 años debería valer tres veces más que el de uno de 72. Quienes, como yo, contemplan entre atónitos y fascinados programas como «First Dates» de la Cuatro, o «Sálvame» o «Mujeres y Hombres» de Telecinco no quieren ni pensar qué sucedería si la propuesta prosperase, aunque yo estaría dispuesto a aceptarla a condición de que los jóvenes votantes no se hubieran perforado narices o labios para engalanarse con metales al modo maorí, que puede ser atávico o considerarse modernísimo, según se mire con buenos o malos ojos.

Tampoco faltan los que entienden que el voto del ciudadano ilustrado ha de pesar más que el del analfabeto y viceversa. Yo soy partidario del viceversa, más que nada porque, si el voto de la jeneración mas preparada de nuestra istoria prevaleciera, el resultado sería disfrutar de un presidente de Gobierno que atribuye a Einstein la Teoría de la Gravedad y afirma sin ruborizarse haber leído un libro inédito de Kant titulado «La Ética de la Razón Pura».

Al final, da bastante igual, porque como reza la famosa inscripción en la entrada de la Capilla de los Huesos de Évora:

Nos, ossos,

que aqui estamos,

pelos vossos

esperamos

o como contestaba Keynes cuando se le preguntaba por el

largo plazo:

«a largo plazo, todo muertos».