No eres una princesa mi niña, eres una mujer inteligente, y una mujer inteligente busca la felicidad propia y la de los demás sobre todas las cosas".
Estas palabras, aunque no estuviesen así ordenadas, son parte de las enseñanzas de mis padres. Ellos se reirán cuando lean este artículo y dirán que le he metido mucha literatura y que lo he vestido de luces, pero realmente son la piedra angular de mi educación. He tenido la suerte de crecer en una familia en la que los tres hermanos pusimos o no la mesa, hicimos o no la cama y colaboramos de igual medida, independientemente de nuestros sexos. Lo cierto es que poco y mal, no les voy a mentir, por lo que pido disculpas a mis progenitores desde esta tribuna. La adolescencia es muy dura y a algunas nos mutó en jóvenes rebeldes y deslenguadas, pero tras aquel impasse hormonal hoy intento enmendar cada día aquellas malas respuestas. En el fondo creo que es preciso pasar por esa etapa de revolución para templar el hierro que nos hierve por dentro y que bien forjado nos hace más fuertes.
Como les decía, vengo de una familia en la que no se hablaba de machismo ni de feminismo porque se daba por hecho que ambos conceptos era anacrónicos. Mi padre ha cocinado toda la vida como los ángeles, nos bañaba y secaba el pelo con una delicadeza que descansa entre mis mejores recuerdos, nos mimaba, nos recogía en el colegio cuando el trabajo se lo permitía, y hacía los deberes a nuestro lado cuando era preciso. Él siempre nos recordó que no éramos sus princesas, sino sus hijas: superheroínas capaces de todo o de nada pero, sobre todo, personas libres para escoger. Mi madre nos infló la autoestima y nos elevó hacia los sueños del "todo es posible". A cambio solamente nos impuso la condición de no mirar a los demás desde arriba y recordar siempre de dónde veníamos. En esencia educaron, criaron y dieron vida a tres hijos felices, completos y con vocaciones plenas, tanto laborales, como sociales y emocionales. Unos valores hoy en día pasados de moda y que se diluyen entre permisividad, consumismo, cansancio y tedio. Ya lo dijo Serrat, muchos se embarcan en eso de ser padres "sin saber el oficio y sin vocación" y alimentan a pequeños tiranos, dignos protagonistas de las peores tramas de Maquiavelo. Yo no estoy en esas, tal vez porque me enseñaron a pensar demasiado y algunas veces eso tampoco es bueno.
Sea como fuere, gracias a estas tablas sé que quienes hoy enarbolan la bandera de la defensa de la mujer con la demagogia como madera, desconocen a ciencia cierta el significado de estas palabras. El feminismo nada tienen que ver con las palabras sino con los hechos.
A mí no me importa en absoluto que en un discurso se dirijan a mí como "amigos", "compañeros" o "ciudadanos". Me cansa y me parece de hecho absurdo gastar saliva para añadir un "y amigas, y compañeras y ciudadanas". El genérico masculino está aceptado por la RAE para ambos sexos cuando alguien se dirige a un foro mixto y no me preocupa en absoluto que el Congreso de Ministros tenga ese nombre y no se alargue estúpidamente con un "y Ministras", porque lo que realmente defiende a las mujeres, al mal llamado sexo débil, es precisamente que contenga representación femenina. No señores, no pienso desnudarme en una iglesia para protestar porque un país laico incluya una capilla en una Universidad Pública, puesto que enseñar las tetas o los sujetadores es ya una muestra de machismo tácita para buscar titulares. No necesito ofender a nadie ni mostrar mis atributos para demostrar nada ya que en mi casa me enseñaron que la velocidad se demuestra andando.
No es preciso que a los semáforos se les ponga falda ni que ningún hombre enarbole el Día de la Mujer, porque yo lo celebro cada 24 horas en mi empresa de mujeres, en la que defiendo el derecho de mis trabajadoras a ser madres, lloro de emoción con ellas cuando lo anuncian y lo celebro con un ascenso como muestra de respeto y apoyo. Porque la normalidad es saber que las madres son ante todo personas que maduran, mejoran y se convierten en mujeres más trabajadoras, más valientes y más generosas si cabe. La norma debería ser asumir que esa nueva cualidad en sus vidas no merma sus capacidades sino que las incrementa.
A esos políticos que hacen campañas en nuestros nombres y nos usan como herramienta electoral solo les pediría dos cosas: articulen nuevas leyes de enseñanza que procuren educar a nuestros niños en la igualdad y que frenen el fracaso escolar en ambos sexos, porque la formación es la mejor manera de dar carpetazo a la violencia de género en cualquiera de sus manifestaciones. Impulsen medidas que igualen a padres y madres en las bajas de maternidad, para que nadie ose preguntar nunca más a una chica si piensa tener hijos como condicionante laboral. Si ambos tenemos cuatro o seis meses de permiso, lo que sería más justo, esa diferenciación se erradicará. Además, procuren ayudar a pequeños empresarios, autónomos y trabajadores para que incrementar la familia no sea una gesta digna de valientes y no suponga un problema en la carrera profesional de una pareja. Si realmente buscan que el machismo sea desterrado a un país muy, muy lejano, dejen de ver como una gesta que una mujer pueda triunfar fuera y dentro de casa y de dar por supuesto que en caso de un hombre siempre ha sido así. No nos pregunten cómo lo conseguimos, porque verlo como algo extraordinario es ya una muestra de anormalidad.
Si realmente pretendemos que el feminismo bien entendido pueda dejar las armas, dejen de contarle cuentos a sus hijas y recuérdenles que no son princesas, aunque les guste jugar con coronas, que las princesas de la vida real algunas veces acaban en la cárcel y que es mucho mejor ser, simplemente, mujeres listas y felices. Vamos a jugar todos juntos a que este cuento de la desigualdad se pinte de colorín colorado y se dé por acabado.
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