La reunión de mandatarios de la Unión Europea en Bruselas ha logrado desbloquear la adopción de una postura común frente a la cumbre del cambio climático prevista para el próximo mes de diciembre en Copenhague, un acuerdo demasiado genérico sobre un problema acuciante. Frente a la euforia del presidente de la Comisión, José Manuel Durao Barroso, se impone la cautela. Las reticencias de los países del Este, los más afectados por la crisis, ha diluido la posición común del conjunto de los países europeos a la hora de afrontar una solución ante lo que se vaticina como una auténtica catástrofe global a medio plazo.
Resulta decepcionante que la aportación de la Unión Europea a Copenhague se centre de manera casi exclusiva en compromisos de orden económico, con cifras astronómicas para la próxima década, para financiar el intercambio de contaminación entre países pobres y países industrializados. Con razón, los movimientos ecologistas se muestran críticos con este mercadeo internacional sobre el que apenas hay control sobre su eficacia real respecto a la reducción de los niveles de contaminación atmosférica, en especial del dióxido de carbono, responsables del 'efecto invernadero' del que, por desgracia, los datos científicos confirman las previsiones más pesimistas.
Bruselas ha optado por escudarse en sus multimillonarias aportaciones antes que diseñar compromisos ineludibles para reducción de las emisiones de gases contaminantes -la UE genera del 10 por ciento del dióxido de carbono mundial-, una cuestión en la que todavía hay demasiada tibieza en los países más industrializados -con EE.UU a la cabeza- o con una gran pujanza económica -como China o India-.
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