En una maniobra insólita "no se producía nada parecido desde el famoso 'crack'", el Gobierno de Estados Unidos ha autorizado la mayor intervención en los mercados financieros desde 1930, que incluye su entrada con miles de millones de dólares en los mercados inmobiliarios para sanear los balances bancarios. La medida es, cuando menos, controvertida, especialmente en un país que considera sagradas las leyes del libre mercado y la no-intervención del Estado y que ha visto con perplejidad cómo el propio sistema ha fallado de forma estrepitosa, según algunos entendidos, por la «codicia desmesurada».

La inesperada reacción de George Bush saliendo al rescate de un devaluado sistema bancario está justificada en el convencimiento de que así, inyectando miles de millones del contribuyente americano en empresas privadas, se evitarán males mayores. Ante las críticas, el presidente ha respaldado la gestión de la Reserva Federal por el temor de que peligren cuestiones tan vitales en la economía como «pérdidas de empleo masivas, un desplome aún mayor del mercado de la vivienda y una destrucción de valor en las cuentas de jubilación de los estadounidenses».

Si pensamos en el viejo adagio que dice que «cuando las barbas del vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar», podemos empezar a temer lo peor. Cierto que la crisis hipotecaria estadounidense podría no tener efectos aquí, pero también es verdad que la globalización ha provocado que todos estornudemos cuando el gigante americano se resfría y ahora parece que ha cogido la gripe. Con razón el Banco Central Europeo ha aplaudido la reacción de Bush y las bolsas europeas y norteamericanas se han puesto a saltar de alegría. Confiemos, pues, en que el gran apagón está siendo invalidado con anticipación.