Es evidente que España está atravesando por un período de extraordinaria bonanza en lo económico, como por cierto no se cansan de recordárselo al ciudadano desde instancias gubernamentales. Pero también es evidente que junto a esa saneada economía el ciudadano encuentra fallos que parece incomprensible que se produzcan en un moderno país europeo. Y lo más preocupante del caso es que esos fallos se dan fundamentalmente en el área de los servicios más elementales.

Ricos pero incómodos, los españoles de hoy vivimos en un país en el que las anomalías en las líneas ferroviarias están prácticamente a la orden del día, en el que los cortes en el suministro eléctrico o en la red telefónica se dan con una frecuencia mayor de la que parece razonable, en el que las listas de espera para recibir atención sanitaria exigen una paciencia infinita por parte del ciudadano, en el que el tráfico en carreteras y ciudades llega muchas veces a niveles de auténtico caos, en el que, etc., etc., etc. Ante semejante panorama, la Administración se limita a hacer promesas, cuando no a llevar a cabo inversiones que no tardan en revelarse como inútiles, y también a exigir al usuario calma y responsabilidad en el uso de los servicios públicos. Tal vez resultaría algo injusto cargar toda la culpa sobre las espaldas de los gobernantes, ya que éstos a su vez ven su labor mediatizada por la política comercial de unas empresas que obtienen anualmente monumentales beneficios sin ofrecer a cambio unas contrapartidas adecuadas al usuario.

Hora sería de que el Gobierno de turno se «atreviera» a meter en cintura a esas grandes compañías vía intervención, pero intervención razonable, o bien a pactar con ellas todo un programa de puesta al día de unos servicios hoy tan deficientes.