Cada año al comenzar la temporada turística se abren al menos tres estadísticas para cuantificar cuatro factores mortales directamente relacionados con el turismo: una para la gente que perderá la vida en al carretera; otra, para los que lo harán ahogados; una tercera, para los morirán tras precipitarse desde sus alojamientos turísticos, y una cuarta con aquellos fallecimientos directamente relacionados con el consumo de drogas. No es una broma macabra sino una realidad que puede suponer que las personas que pierden la vida sumen varias decenas, dependiendo de las circunstancias. De hecho, no ha acabado mayo y ya contabilizamos tres muertos por asfixia por inmersión (ahogamiento), los tres, además, extranjeros. No tienen mucho más en común entre sí que el hecho de coincidir en las fechas, pero abre, eso sí, uno de los capítulos macabros que, desgraciadamente, engrosan las páginas y espacios mediáticos de sucesos. El hecho de que dos de ellos perdieran la vida en el mar sí que pone en evidencia el desconocimiento de las precauciones mínimas que debe adoptar cualquier persona que, de pronto, se traslada a un entorno geográfico tan distinto como el de su procedencia, pensando que la bondad climática y la aparente suavidad del terreno eliminan cualquier posible peligrosidad. Tampoco las autoridades han hecho mucho para evitar esta lectura, que la lógica y la experiencia de tantos años permiten vislumbrar con claridad. Por eso no estaría de más que durante los meses de masiva afluencia turística se incidiera en la manera de hacer llegar a los visitantes los mensajes de que no guarden la guardia en aquellos asuntos que estadísticamente se llevan más vidas. No es sólo una cuestión de imagen, que también, sino una llamada al sentido común. Pedir a la gente con educación que no corra o que vigile su comportamiento puede hacer tanto por ellos como por nosotros. Si podemos salvar vidas de una manera sencilla, hagámoslo.