Durante la jornada de ayer el juicio que se celebra en Madrid por los atentados del 11 de marzo adquirió tintes conmovedores. El relato de algunas víctimas y de sus familiares, que declararon ayer, dejó envuelta la sala en un emotivo silencio, mientras -coincidencias de la vida- una tremenda tormenta descargaba ensordecedores truenos sobre el lugar. Fue estremecedor escuchar el relato de los hechos de aquella fatídica mañana en labios de algunos de sus protagonistas, pero también fue aleccionador que varios de ellos señalaran con el dedo a los acusados y con la conciencia a quienes en aquellos momentos dirigían el país.
Es difícil ponerse en la piel de quienes llevan tres años sufriendo día a día las secuelas de los atentados y la ausencia de los familiares fallecidos. Ayer les vimos, les pusimos rostro y voz y nos transmitieron sus dolorosas emociones. Por eso sorprende que los políticos, desde lo alto de sus puestos de responsabilidad, traten esta cuestión del terrorismo como quien emplea un arma arrojadiza a la cara del rival. Las víctimas reclaman el respeto que merecen y exigen que caiga todo el peso de la ley -incluso «cadenas perpetuas», se dijo ayer- sobre los asesinos, pero también que asuman su parte de responsabilidad política los miembros del anterior Ejecutivo.
Quizá es demasiado fácil exigir responsabilidades a las autoridades a posteriori, pero siempre nos quedará la duda de si se hizo suficiente. ¿Había tantos indicios como parece de la posibilidad de un atentado islamista en España? ¿Funcionaban las minas asturianas con esa dejadez inadmisible en cuanto a la custodia de los explosivos? ¿Sigue nuestro país en el punto de mira? ¿Se hace ahora algo más para evitar una masacre? Son las preguntas que nos asaltan a todos y que, tal vez, el juicio consiga desvelar.
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