Aunque a muy alto precio, la Administración norteamericana ha comprendido que tras la falsedad, presumiblemente interesada, de los informes procedentes de los servicios secretos que atribuían al régimen iraquí la posesión de armas de destrucción masiva, es obligado actuar con mayor cautela. Recuérdese que los informes del espionaje estadounidense al respecto fueron capitales a la hora de que el Senado autorizara la guerra en Irak. Poco importó entonces que otros informes llegados de los servicios secretos de distintos países negaran que el régimen de Bagdad estuviera en disposición de utilizar armamento nuclear, ya que primó el «infalible» criterio de Washington. Hoy, la fuerza misma de los hechos y la tormenta política desatada tras constatarse que se había producido una concatenación de errores y embustes, está determinando que el espionaje norteamericano se disponga a actuar con pies de plomo. Máxime teniendo en cuenta la situación de un país como Irán sobre el que las sospechas de que pudiera fabricar armamento nuclear parecen más fundadas. Su condición misma de nación hegemónica debería haber obligado a los Estados Unidos a actuar con mayor rigor ya anteriormente, sin necesidad de que hechos tan reprobables como los que antecedieron a la invasión de Irak se produjeran. Lo sucedido en Irak no debe tener repetición en Irán. Los propios aliados de Norteamérica y las insituciones internacionales deben hacer la presión necesaria que obligue a Washington a tomar decisiones únicamente basadas en informaciones sólidas, suficientemente contrastadas, y admitiendo aún así que éstas pueden tener sus límites de fiabilidad. Y en este sentido, esa mayor cautela en el proceder de los servicios de espionaje que ahora se pregona desde la Administración Bush no deja de ser una buena noticia entre tantas otras malas.