Aquello de celebrar un día internacional viene a recordarnos los déficits que se siguen registrando en este o en aquel ámbito. Ayer recordamos a las familias, una institución fundamental en todos los países del mundo y verdadera base de la pirámide de toda sociedad, que hoy vive quizá sus horas más complicadas. Si bien la familia ha venido sobreviviendo durante siglos con una estructura monolítica que parecía inamovible, en unas pocas décadas la revolución más radical ha venido a conmocionar sus mismísimos cimientos. Pero nada ha cambiado, en el fondo. Sólo las formas. Porque la clave sigue siendo la misma: los lazos del amor. Qué importa si el amor surge entre personas del mismo sexo, de edades dispares, de distintos colores, de razas o religiones diversas, entre quienes comparten la misma sangre o entre quienes un día decidieron abrir las puertas de su hogar a un niño desamparado procedente del otro confín del planeta.

El caso es que la configuración familiar ha cambiado, y mucho, y por eso sorprende e indigna comprobar cómo los Estados, las instituciones, continúan contemplando el panorama con indiferencia. La incorporación de la mujer al mercado laboral ha convertido la tarea de compatibilizar la vida familiar y el trabajo fuera del hogar en una lucha de titanes que requiere la participación y la buena voluntad de familiares, amigos y vecinos. Algo absolutamente injusto que no deberíamos tolerar en pleno siglo XXI. La natalidad no crece -ahora un poco, gracias a las jóvenes madres extranjeras que se han instalado entre nosotros- y es fácil descubrir por qué. Menos mal que la naturaleza sigue teniendo la misma fuerza y las mujeres aún sienten deseos de ser madres. Porque si dependiera de la ayuda institucional, estaríamos perdidos.