Como suele ser habitual en él, José Luis Rodríguez Zapatero ha
vuelto a sorprender. Esta vez con una remodelación del Gobierno a
rebufo de la dimisión -quizá forzada- del ministro de Defensa, José
Bono, que asegura que con este paso se retira de la política de
forma definitiva. Lo cierto es que Bono no se sentía cómodo en el
Ejecutivo. El ministro ha tenido frecuentes disidencias con sus
compañeros de partido, y ha discrepado en numerosas ocasiones con
el guión que marca Zapatero.
Bono es un político peculiar, socialista de convicción, pero sui
generis: católico convencido y, sobre todo, defensor a ultranza de
la unidad de España con un discurso más propio de otras ideologías
y de otros tiempos. Por eso el devenir del Estatut de Catalunya
puede haberle sonado a traición y el posible inicio de una
negociación con ETA, todavía más.
Ha defendido la unidad férrea con los populares en el Pacto
Antiterrorista, que saltó por los aires, se quedó solo exigiendo
que Catalunya jamás contara con el epíteto «nación» en su Estatuto
de autonomía y, desde luego, ha sido firme al rechazar el pago de
cualquier precio político en el proceso de paz para el País Vasco.
En Defensa ha hecho una gestión eficaz, con dos momentos de gran
calado: la retirada de las tropas de Irak y su empeño en averiguar
las causas del fatal accidente del Yak-42.
En su lugar entra José Antonio Alonso, el hasta ahora ministro
de Interior, que cede su puesto a Pérez Rubalcaba, verdadero gestor
en la sombra del proceso que ha conducido al alto el fuego etarra.
No cabe duda de que Zapatero ha querido rodearse de personas de su
más estricta confianza en dos carteras clave para el proceso de
paz.
Quizá sorprende más la destitución de María José San Segundo, al
día siguiente de aprobarse la última -por ahora- reforma educativa.
San Segundo, en toda la tramitación de la LOE, había demostrado
poca habilidad política. Su sustituta es una incógnita.
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