El Congreso de los Diputados ha dado luz verde al Estatut de
Catalunya reformado y lo envía al Senado, para que lo ratifique o
introduzca las modificaciones que considere oportunas. De momento,
todo indica que el Estatut se quedará como está. Es poco probable
que se registren cambios significativos, pues la unión de partidos
que lo ha aprobado se repetirá en la Cámara alta.
Todo ello con la oposición de dos sectores muy diferentes y por
motivos bien diferenciados. Por una parte, el Partido Popular, que
sigue pensando que esta reforma supone el principio de la fractura
de España y entiende que no pueden convivir dentro del mismo Estado
una nación llamada España y una nación catalana, aunque este
término sólo figure en el preámbulo del texto estatutario. Y, por
otra parte, Esquerra Republicana de Catalunya, que encuentra el
nuevo Estatut tan degradado respecto del aprobado por el Parlament
catalán que reclama una nueva oportunidad para negociar cambios
sustanciales en el Senado.
¿Qué quiere ERC? Que se defina a Catalunya como una nación «con
nombre y apellidos» y mejoras de calado en la financiación
autonómica y en las competencias. Y, a la postre, el verdadero quid
de la cuestión: el régimen foral en un plazo de quince años.
Resulta lógico que los catalanes aspiren a alcanzar una
auténtica autonomía financiera como la que disfrutan desde hace
años vascos y navarros. ¿Por qué Catalunya y las demás autonomías
no pueden conseguir este sistema de financiación? Curiosamente,
nunca se ha acusado a Navara de insolidaria con el resto de España
y menos de poner en peligro la unidad nacional por el hecho de
tener un concierto económico.
En cualquier caso, lo lamentable es la crispación que se ha
creado en torno al estatuto catalán. Quiérase o no, cualquier
avance que consiga Catalunya puede ser muy útil para las demás
autonomías, todas ellas, salvo Euskadi, nada sospechosas de
separatistas. España no puede quedar anclada en un modelo
autonómico que fue un gran acierto en los años ochenta, pero que
hoy debe ser revisado.
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