Uno de los aspectos más relevantes del proyecto de ley de
garantía de igualdad entre hombres y mujeres es sin duda el
concerniente a su situación laboral, obviamente necesitada de
mejora. En España, el salario medio de una mujer es un 19% (15% en
el resto de Europa) inferior al de un varón que realice su mismo
trabajo. Por otra parte, si atendemos a la estadística
correspondiente al año 2004, encontramos que 100.000 españolas
tuvieron que dejar su empleo por razones familiares, mientras que
en el caso de los hombres la cifra es de tan sólo 3.000. Tampoco la
igualdad de oportunidades es la misma, especialmente cuando se
trata de acceder a cargos de importancia.
Vivimos en un país en el que sonroja comprobar la escasez de
mujeres que ocupan una cátedra, cuando hoy el número de
universitarias es superior al de universitarios. La reseña de los
datos que hablan de una real discriminación al respecto resultaría
abrumadora. Es por todo ello que dicho proyecto de ley -que también
persigue el fin de la discriminación en los ámbitos político, civil
y cultural- debe ser celebrado por aquellos que se esfuerzan por
hacer del nuestro un país que camina hacia la modernidad. Tras su
aprobación, el texto será remitido al Parlamento, en donde, después
de los consiguientes debates y enmiendas, puede ser definitivamente
aprobado en el plazo de unos seis meses. En su conjunto el trámite
no va a ser fácil, y buena prueba de ello lo constituyen las
«reticencias» que desde el mundo empresarial llegan hacia una
futura ley encaminada a liquidar muchos prejuicios anclados ya en
la mentalidad de la mayoría. Ello convierte en casi imprescindible
el que no se trate de una ley que quede únicamente en papel. Porque
si lo que se pretende es acabar de una vez con la discriminación
que todavía planea sobre el panorama laboral de la mujer, es
necesario que las normas tengan un carácter coercitivo. No estamos
ya en tiempos de aconsejar la igualdad laboral entre hombre y
mujer, sino en los de convertirla en obligatoria.
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