Antes que nada, debe quedar claro que el fiscal jefe de la
Audiencia Nacional ocupa un puesto relevante que debe contar con la
confianza de sus superiores. Y por eso no es de extrañar la
destitución -o traslado al Tribunal Supremo, como finalmente se ha
decidido- de Eduardo Fungairiño, que llevaba dos años agotando la
paciencia del fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido.
Los motivos no están todavía demasiado claros, aunque al
principio se disfrazó de dimisión «por motivos personales» y ahora
se habla de cese por reiteradas desobediencias, falta de
información al fiscal general, incumplimiento de fechas que podrían
llevar a la excarcelación de terroristas del 11-M y pérdida de
confianza. Probablemente, detrás de todo este extraño capítulo se
escondan, además de todo ello, fuertes desavenencias ideológicas y,
por qué no, incluso la posibilidad de que Fungairiño se hubiera
convertido en un obstáculo para el avance de los contactos con el
entorno abertzale de cara a conseguir emprender un proceso de paz
para el País Vasco.
A Fungairiño le avalan 25 años de dedicación a la persecución
del delito en cuestiones tan cruciales como las mafias y el
terrorismo -ha logrado encarcelar a destacadísimos etarras-, pero
también ha llamado la atención por protagonizar algunos momentos
más que controvertidos, como fue su participación en la rebelión de
los indomables, fiscales que se levantaron contra el procesamiento
de Mario Conde; además de su actitud de pasotismo durante la
comisión de investigación de los atentados del 11-M.
En todo caso, no se puede olvidar que la carrera fiscal está
fuertemente jerarquizada y existe una unidad de criterio fijada por
el fiscal general. Fungairiño debía aplicar las directrices de su
superior. En este punto no puede haber discusión, aunque sí se
podría polemizar acerca de si el nombramiento del fiscal general
debe seguir siendo una prerrogativa exclusiva del Gobierno de turno
o se puede buscar una fórmula de mayor consenso que evite la
politización del cargo.
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