El gobernador demócrata del Estado de Virginia, Mark Warner, ha
adoptado una histórica decisión que puede influir decisivamente en
el debate sobre la pena de muerte en un país como Estados Unidos,
que figura entre los primeros del mundo en la aplicación de tan
bárbaro castigo. Concretamente, ha ordenado que se someta a las
pruebas de ADN el cadáver de un reo ejecutado en 1992 a fin de
determinar científicamente si cometió, o no, el crimen por el que
fue condenado.
Roger Keith Coleman murió en la silla eléctrica acusado de haber
violado y asesinado a su cuñada, tras un juicio irregular en el que
el desgraciado proclamó siempre su inocencia.
En el caso de que las pruebas le exoneren, será la primera vez
que la moderna ciencia demuestre la inocencia de un ser humano
sometido a la pena capital. Algo que abunda en el argumento
fundamental de quienes creeen -creemos- que la mayor objeción que
puede hacerse en contra de la pena de muerte es su carácter
irreversible.
Se puede compensar un error judicial a aquel que ha sido
injustamente condenado a pena de cárcel, pero no es posible hacerlo
en el caso de alguien al que se ha quitado la vida. Tan sólo ello
debiera ser suficiente para abolir tan cruel y discutible
castigo.
La ley del Talión, que en tantas ocasiones conduce a la venganza
más que a la justicia, puede estar en el plazo de unas semanas en
entredicho. De probarse que se ejecutó a un inocente, se pondría de
relieve que la inhumana práctica de matar a un semejante en nombre
de la ley, cualquier ley, carece por completo de sentido en un
siglo XXI que se pretende respetuoso con los derechos humanos.
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