Veinte días después de las elecciones más reñidas de su historia, Alemania nos ha dado una sonora lección de espíritu democrático otorgando la Cancillería a la ganadora de las elecciones -aunque, es verdad, por un puñado de votos- y conformando un Gobierno de coalición nacional que será el encargado de llevar adelante un proceso de reforma difícil y que, seguramente, supondrá un gran desgaste para Angela Merkel.

De cualquier forma, hay motivos para alegrarse. Uno, que la presidenta del Gobierno del país más grande y poderoso de Europa sea una mujer, lo que demuestra -es una excepción, también es verdad- que en algunos puntos del planeta el techo de cristal puede, a veces, saltar en pedazos.

Dos, que los dos grandes partidos -uno conservador, el otro socialista- hayan sido capaces de ponerse de acuerdo no sólo en los grandes asuntos que requieren atención inmediata, sino a la hora de formar una coalición en la que las carteras ministeriales estarán repartidas casi al cincuenta por ciento. Algo que en nuestro país, sin ir más lejos, nos resultaría inimaginable, pues hasta en cuestiones tan básicas como la inmigración, la política exterior o el terrorismo nuestros dirigentes han sido incapaces de ponerse de acuerdo.

Tres, que los líderes alemanes han dejado medianamente aparte sus rivalidades partidistas para coger el toro por los cuernos. Y el toro, en este caso, es enorme: millones de parados, una economía bajo mínimos y un Estado del bienestar modélico que ya resulta imposible mantener en pie.

¿La contrapartida? Angela Merkel quemará sus naves en estos cuatro años de mandato en los que tendrá que firmar las medidas menos populares.