Una carta que los déspotas del mundo han jugado siempre a lo largo de la historia ha sido la de ese conformismo que lleva a muchos pueblos a olvidar los excesos cometidos cuando ya el despotismo no se abate sobre ellos. Cualquier crimen, cualquier atropello, parece que quedó atrás y lo importante es mirar hacia el futuro, dejarse de hurgar en el pasado en busca de venganza. Y ahí empieza la confusión, puesto que no se trata de venganza, sino de justicia. Y esa razonable justicia es la que está reclamando ahora un continente sudamericano que, rico en tiranos durante décadas, ha despertado exigiendo que los culpables de tantos abusos paguen por ello. La reclusión en Londres de Augusto Pinochet, en 1998, y los hechos que después se han seguido no sólo abrieron una vía legal de extraordinaria importancia, sino que supusieron algo aún más relevante: enseñaron a los pueblos que un gobernante sospechoso de haber cometido delitos no goza, como había ocurrido hasta entonces, de inmunidad, y que por tanto puede ser tratado como cualquier otro ciudadano. Así, hemos visto después cómo en México se ha acusado a un ex presidente, Luis Echeverría, de genocidio por su papel en la guerra sucia contra estudiantes e izquierdistas. En Uruguay, tras llegar al poder el pasado mes de marzo el Gobierno de izquierda presidido por Tabaré Vázquez, el ex presidente Juan Mª Bordaberry fue acusado del asesinato de dos líderes políticos cometido en 1976. Igualmente en Perú, militares y policías implicados en abusos durante el gobierno de Fujimori se ven obligados hoy a hacer frente a sus responsabilidades. Y no se trata de venganza, sino de la convicción de que todo delito impune genera a la larga más delincuencia. A partir de ahora, es probable que quienes sientan la tentación de abusar de su poder, no sólo en Sudamérica sino también en otros lugares del planeta, tengan en cuenta que tarde o temprano la justicia de los pueblos puede alcanzarles.