El pasado jueves tuvo lugar un apagón general en las islas de Eivissa y Formentera que tuvo una duración de hora y media; la causa, un fallo en un interruptor. Dos días después, nuevo fallo, probablemente causa del daño del primero, pero de varias horas de duración intermitente. Una situación inverosímil, difícil de entender en un sistema cerrado de producción y gestión de la energía, pero que ha levantado un clamor general en contra de Gesa, hasta el punto de que la mismísima Conselleria d'Indústria del Govern balear animaba a empresas y ciudadanos perjudicados (todos, en realidad) a presentar las reclamaciones correspondientes. Paradójicamente, la madrugada de un sábado en los meses de verano es hora punta en Eivissa (no tanto en Formentera) y lo que quizás hubiera pasado desapercibido en un día de fuera de temporada se convirtió en un calvario para los afectados, cuyos ingresos dependen, directamente, del buen funcionamiento del sistema eléctrico. Miles de personas en tránsito o disfrutando de los numerosísimos y reputados locales de ocio existentes en la isla se vieron, de pronto, pendientes de algo tan básico como es el suministro energético, y los empresarios rezaban para que las incidencias acabaran lo antes posible. Este es, precisamente, el tipo de situación que jamás se debe dar, bien por la repercusión directa que tiene en la principal fuente de ingresos de la que se nutre la economía insular, bien por la imagen de tecnología obsoleta que se llevan los miles de visitantes. Ahora que estamos ya en plena fase de adaptación a la libre competencia en el sector y cuando está a punto de establecerse el Plan Energético es cuando ha quedado claro que estábamos a la puerta de quedar desfasados, porque la impresión de que pudo ser peor ha quedado, amenazadora, en el aire.